Región y sociedad, vol. 30, núm. 73, 2018
El Colegio de Sonora
Dora Elvia Enríquez Licón denriquez@sociales.uson.mx
Universidad de Sonora, Mexico
Con la traducción al español de la obra Wandering peoples. Colonialism, ethnic spaces and ecological frontiers in northwestern Mexico 1700-1850, Cynthia Radding ofrece a los hispanohablantes una visión minuciosa sobre las sociedades indígenas sonorenses en un lapso temporal dilatado. No obstante que la edición inglesa fue publicada en 1997, y no se modificaron los contenidos en su versión castellana, la perspectiva no pierde frescura; es pionera en la vertiente de la new mission history, así como en el uso de los conceptos etnogénesis y ecología social en un escenario de frontera colonial, que trasciende confines disciplinares.
Con tales soportes teóricos y un basamento sólido en fuentes primarias, en este libro Radding ejecuta un trabajo delicado de filigrana que, en sus palabras, “narra la perseverancia de las naciones de indígenas campesinos en Sonora durante la transición del imperio español a la república mexicana” (p. 13); para ello analiza los mecanismos de configuración y defensa que hicieron ópatas, eudeves y pimas en sus políticas y procesos de adaptación a los marcos coloniales, el mestizaje étnico y cultural, la economía campesina y su inserción en los mercados locales y regionales develando la emergencia paulatina de clases sociales.
En cuatro apartados, Pueblos de frontera somete a un escrutinio sólido el pasado colonial y su transición al orden republicano en la provincia de Sonora. Toma la misión como punto de partida para analizar los cambios profundos provocados por la “invasión ibérica” en el noroeste novohispano; estudia la alteración en las identidades étnicas de las comunidades serranas, aborda el cambio en las formas de tenencia de la tierra y las adaptaciones-acomodos-resistencias de las comunidades indígenas al régimen hispano, todo lo cual redundó en formas particulares de persistencia de sus sociedades hasta la mitad del siglo XIX.
En su propósito de escuchar la voz de “los de abajo”, Radding ofrece una interpretación sugerente sobre el pasado colonial sonorense, que resalta aspectos novedosos de la interacción compleja entre las sociedades indígenas y los conquistadores/colonizadores en una frontera difusa y porosa, donde la intensa movilidad de los actores sociales fue el rasgo característico. La historiografía ha visualizado de manera predominante a los indígenas como entes pasivos a quienes no les quedó más alternativa que dejarse someter y dominar por los extranjeros, perspectiva desde la cual el nuevo orden social les sería impuesto indefectiblemente sin que tuvieran margen de acción, debido a su condición de vencidos.
Radding, por el contrario, pone atención en el carácter actuante de los indígenas, que si bien fueron compelidos a inscribirse en nuevos marcos institucionales y culturales, impusieron límites al proyecto colonizador al negociar las condiciones de subyugación, y aceptar la vida misional modificando el programa jesuita de asentamientos fijos y territorialmente acotados; además, los jesuitas también se apropiaron de los saberes agrícolas de los indios y replicaron los patrones prehispánicos de acceso a tierra y agua y su aprovechamiento en los pueblos de misión.
Visualizar a los indígenas sonorenses como sujetos sociales le permite a Radding señalar que “en las etapas tempranas del sistema de reducción, los pueblos serranos entraron a las misiones para proteger su tierra cultivable y sostener su ciclo agrícola” (p. 138), condición fundamental para la pervivencia de sus comunidades; matiza de esta manera el postulado historiográfico predominante según el cual los indios fueron “obligados” a reducirse en pueblos. Asimismo, ella propone que el “acomodo” de las sociedades indígenas locales al régimen colonial fue mediante un pacto que les habría permitido adoptar y apropiarse de las instituciones hispanas, es decir, darles un uso con sentido y significados propios. No obstante, para Radding tal pacto no tuvo lugar desde el inicio de la colonización sino en el escenario de “frontera de guerra”, modelado a partir de las rebeliones indígenas multiétnicas ocurridas a partir de 1680.
En torno a tal aseveración, es viable considerar que el pacto entre indios y conquistadores ocurrió en el momento en que comenzó el trabajo de la Compañía de Jesús, según podemos inferir de la crónica de Andrés Pérez de Ribas quien, al narrar la forma en que los misioneros desplegaban su labor con los indígenas, registró que una vez que éstos acordaban asentarse “de paz”, se celebraba un pacto “con autoridad publica ante el Capitan, y presidio, ante Escrivano, y testigos: obligándose recíprocamente los Caciques en nombre de su Nacion, de no dar auxilio a los que pretendieren infestar a los Christianos [y] ayudar a los Españoles en las empresas que se les ofrecieren; y estos amparar a la tal Nacion de los agravios de sus enemigos […]” (1992, 63).
Así, la incorporación de los indios en el sistema colonial fue mediante un acuerdo inicial con la corona española en el que ambas partes obtendrían beneficios, pero también los comprometía al cumplimiento de algunas obligaciones; las sociedades indígenas reconocieron tal alianza y actuaron en consecuencia cuando advertían que la contraparte dejaba de cumplirla. El pacto colonial, de acuerdo con Radding, fue vulnerado en el contexto de las reformas borbónicas y abandonado definitivamente por las oligarquías del siglo XIX; el reclamo por su incumplimiento se ve en el discurso que utilizaron los pueblos indígenas para oponerse a las reformas liberales en defensa de su espacio -la misión-, y demandar autonomía política y cultural sustentada en “un sentido holístico de espacio étnico” (pp. 37-38).
Pueblos de frontera trasciende la visión predominante sobre los indígenas sonorenses, que los percibe como nómadas y salvajes redimidos por los afanes civilizatorios de los misioneros jesuitas. Antes de la llegada de los españoles, explica Radding, los pobladores de la sierra y el desierto “habían desarrollado una variedad de técnicas de cultivo en campos abiertos y en pequeños huertos. Horticultores experimentados, con conocimientos de selección de plantas, conservación del suelo y manejo del agua, los habilitaban para sobrevivir en este medio ambiente semiárido” (pp. 78-79). Muestra sumo cuidado en esclarecer diferencias entre las áreas que conformaron la provincia de Sonora: la zona serrana (sucesión de cadenas montañosas y valles que corren desde la llanura costera a la sierra madre, en la que fluyen los ríos San Miguel, Sonora, Moctezuma, Bavispe y Yaqui), el valle de Sonora y la franja desértica costera.
La autora distingue las prácticas agrícolas en la región según las zonas ecológicas; así, los seminómadas tohono o’odham aprovechaban las bocas de arroyos en la temporada de lluvias veraniegas, forjaban otros campos productivos al conducir el agua hacia los llanos aluviales del desierto; combinaban cultivo, caza y recolección. Los pimas serranos (nebomes) practicaron una agricultura de temporal en terrazas naturales y cultivaban huertos pequeños, también disponían de agua permanente, recurrían al sistema de roza y quema rotando el uso de la tierra. Ópatas y eudeves utilizaron vertedores, cercas y canales de irrigación en los llanos aluviales en sus tierras de inundación, elaboraron una tecnología eficiente; conservaron tales prácticas en la etapa misional adaptando cultivos nuevos introducidos por los jesuitas, en particular el trigo.
La perspectiva de Radding cuestiona la percepción vigente sobre el pueblo de misión, al que se suele concebir como un espacio con territorio acotado para el asentamiento fijo de los indios, labranza y cría de ganado, imagen que no corresponde al que descubre Pueblos de frontera; las prácticas misioneras “chocaban frecuentemente con los patrones de parentesco y corresidencia predominantes de los sonorenses” (p. 193), pues los pueblos no eran comunidades fijas, cambiaban de acuerdo con las relaciones dinámicas entre gente y tierra; en la colonia los indígenas abandonaban los pueblos y formaban aldeas nuevas debido a factores diversos: sequías e inundaciones, epidemias, bonanzas mineras, deforestación, degradación ambiental causada por la minería y la ganadería.
El desplazamiento creció con la expulsión jesuita lo cual debilitó la economía comunitaria misional y vulneró su base territorial, al aumentar el asentamiento de vecinos en los pueblos de indios, éstos debieron competir de manera desventajosa con los colonos civiles, situación que les urgió a adoptar el estatus de “vecinos” y distanciarse de su colectividad étnica; tal cambio “los iniciaba en los rangos de la formación de clase: el campesinado” (pp. 223-224), aunque conservaron la ranchería ambulante como una forma viable de asentamiento comunitario. Los desplazamientos de las misiones a presidios, haciendas y minas tuvieron un “impacto dramático sobre las comunidades indígenas”, pues si bien se reconstituyeron bajo formas nuevas, debilitaron su base territorial y la autonomía política y cultural.
Conocer los modos en que las identidades étnicas se trasformaron, es decir, -las formas de la etnogénesis- en un entorno tan dinámico, constituye uno de los intereses principales de Pueblos de frontera, aunque su propósito no es identificar la permanencia de rasgos culturales o prácticas antiguas sino “subrayar las características del cambio histórico de la cultura misma” (p. 329). Si bien el cambio cultural estuvo presente en las naciones indígenas desde el inicio de la Colonia, fue acelerado en el escenario de las reformas borbónicas y la expulsión de los misioneros de la Compañía de Jesús en 1767, proceso trasformador que continuó en los años posteriores a la independencia de 1821, cuando la pérdida de tierras comunales incidió en la vida material de los pueblos y también en “su integridad cultural como naciones” (p. 75-76).
Los indígenas idearon y desplegaron estrategias diversas -de resistencia o adaptación-, que posibilitaron la sobrevivencia de sus comunidades y el ejercicio de cierta autonomía cultural, política y territorial; utilizaron las instituciones de raigambre hispana para defender sus recursos materiales y orden social; negociaron sus servicios como productores agrícolas en la misión, como trabajadores mineros y soldados presidiales. Las formas en que expresaron su resistencia al dominio colonial fueron también diversas: huidas periódicas de los pueblos y establecimiento de rancherías “volantes”, desafíos individuales y rebelión armada, que daría al septentrión su fama de “frontera de guerra” y la consecuente militarización institucional hispánica.
En este proceso de etnogénesis, a Radding le sorprende la apropiación, adaptación y defensa de la estructura misional que hicieron los indígenas, para conservar sus comunidades e identidad cultural durante la primera mitad del siglo XIX; así lo expresaron sus demandas de continuar con su forma de gobierno indígena y el acceso a tierras con fundamento en el parentesco y pertenencia a la comunidad, así como la lucha por lograr la restitución de sus tierras. De esta manera, al enfrentar al naciente Estado nacional, los indios “defendieron un orden tradicional que era tan colonial como prehispánico, enraizado en las estructuras políticas y económicas establecidas por las misiones” (p. 37).
Un tema al que Pueblos de frontera presta atención particular, por su interés en la ecología social, es el acceso y usufructo de los recursos fundamentales de tierra y agua, escenario en el que se confrontaron visiones y expectativas de indios, misioneros y colonos; los españoles buscaban ante todo producir excedentes para comerciar, mientras los indios pretendían asegurar su existencia material así como sus necesidades sociales y ceremoniales comunitarias, por lo que trabajaban a su ritmo y huían de los pueblos de misión cuando se les demandaba mayor esfuerzo.
El trabajo y la productividad -entendidos de manera diferente- constituyeron un elemento fundamental del conflicto cultural, alimentado también por la forma diferenciada en que se concibió la disponibilidad y usufructo de tierra y agua, pues mientras los indígenas tenían acceso a parcelas y al agua, debido a su pertenencia a la comunidad, los españoles fundaban su derecho a disponer de tales recursos en su condición de súbditos: el rey concedía mercedes o autorizaba composiciones que legitimaban la posesión de la tierra realenga y baldía, aunque el derecho ibérico hasta antes de las reformas borbónicas respetó la propiedad corporativa y comunal.
Tal situación cambió en el escenario republicano cuando se aprobó una copiosa legislación, entre 1828 y 1835, que vulneró de manera irreversible a los pueblos indígenas y permitió a los ciudadanos reclamar “tierras vacantes” (no ocupadas o no tituladas); asimismo, las leyes republicanas supeditaron el gobierno tradicional indígena a la estructura del municipal. Los marcos normativos nuevos beneficiaron a las elites locales, creció el número de propiedades privadas en los valles de Oposura, Sonora, y San Miguel, aunque el proceso fue más tardado en “el corazón de la opatería”, el valle del río Bavispe, donde los ópatas “retuvieron el control sobre sus poblados hasta bien entrado el siglo XIX” (p. 252-3).
Radding avizora dos patrones de cambio en la tenencia de la tierra; por un lado las misiones de la Sonora central se convirtieron en poblaciones mestizas de pequeños propietarios campesinos, mientras en la frontera presidial surgieron numerosos ranchos ganaderos. Este proceso dio lugar a un ágil mercado regional de tierras en la segunda mitad del XIX, retrasado respecto al del México central, que expresó la permanencia “del carácter fronterizo de Sonora y la lenta maduración de la sociedad civil” (p. 275). Así pues, al mediar el siglo XIX, en Sonora cambió la configuración social y el paisaje; las tierras misionales, las comunes y los ejidos de los pueblos tendían a desaparecer y convertirse en labores privadas y ranchos; las comunidades indígenas quedaron desmembradas, perdieron su base territorial y emergió el “campesino hispanizado” (p. 325).
En Pueblos de frontera, cuya temática está determinada por el conflicto complejo asociado con la lucha por controlar los recursos básicos, “indio” y “campesino” son categorías fundamentales. Radding se ocupa de estudiar la “clase campesina en formación” para lo cual analiza las dimensiones cultural, económica y política de las relaciones de producción; advierte que el análisis del proceso de estratificación social debe intersectar clase, etnicidad y género, elementos que enriquecen y amplían la categoría de campesino.
Si bien la autora afirma que la emergencia de la clase campesina tuvo lugar en los siglos XVIII y XIX, algunos parajes de Pueblos de frontera dejan la impresión de que la categoría “campesino” se extiende a las sociedades indígenas antes del contacto con los europeos. Señala, por ejemplo, que en esta zona “las instituciones de conquista [estuvieron] dirigidas a las comunidades campesinas nativas”; reitera que los serranos fueron pueblos campesinos sedentarios en el tiempo prehispánico que, “organizados en jefaturas rivales […] habían luchado entre ellos por el territorio, por los escasos recursos agrícolas y por el control de las rutas comerciales” (p. 23); en este tenor, el “campesinado” precolonial habría incluido pueblos seminómadas y sedentarios de las zonas ecológicas, si bien tales conglomerados étnicos no eran clasistas, condición a la que los conduciría el sistema colonial.
En Sonora, la categoría “campesino” excluyó a pueblos nómadas y “rancheros prósperos” e incorporó a comuneros que combinaban agricultura y trabajo remunerado (semiproletarios), a poblaciones seminómadas cuyas formas de vida no estaban constreñidas por la labranza y el pastoreo, a pequeños propietarios no indígenas y a los precaristas en tierras misionales; estos segmentos sociales “constituyeron un campesinado tanto en sus relaciones internas de producción como en sus relaciones externas con los colonizadores y las autoridades” (p. 30). Las comunidades indígenas que engrosaron la categoría de campesinos, por su parte, eran “cambiantes, pero discernibles cultural y socialmente”; su etnicidad ambivalente -que conjugó tradiciones indígenas e hispánicas- fue reconstituida a través de un prolongado proceso de etnogénesis (p. 32).
Radding advierte la dificultad para distinguir entre indios y campesinos hispanizados, ambos con acceso a la tierra; por un lado los indígenas comuneros enfrentaron cada vez mayores restricciones para disponer de los recursos naturales, dependían del salario; los labradores hispanos participaban del mercado de tierras y destinaban parte de sus cosechas y ganado al comercio. A finales del siglo XVIII, los pueblos indígenas se habían convertido en asentamientos multirraciales y un número elevado de indios había optado por cambiar su estatus al de “vecino”. La autora concluye que en Sonora “los campesinos no eran una clase singular, más bien eran actores históricos que figuraron colectivamente en un proceso complejo de formación de clase. Los campesinos y los indios se definían en términos de su relación con la tierra y con sus comunidades” (p. 403).
Sin duda, Pueblos de frontera -que expone de forma pormenorizada la complejidad y las vertientes del cambio social en la Sonora decimonónica- aporta información histórica y analítica de gran relevancia respecto a la constitución del campesinado en la antigua provincia de Sonora, y contribuye de esta manera al vigoroso campo de estudios rurales en México y al debate inconcluso sobre el binomio indio-campesino (Falcón 2005). Asimismo, aborda una temática amplia que demanda mayor atención de los investigadores, por ejemplo el pacto colonial entre indígenas y españoles, la organización militar indígena, la alteración medioambiental en la creación de paisajes y la persistencia de identidades culturales indígenas en los “mestizos” de los pueblos de la sierra y del río Sonora.
Bibliografía
Báez Landa, Mariano. 2010. De indígenas a campesinos. Miradas antropológicas de un quiebre paradigmático. Ruris 3 (2): 54-74. www.ifch.unicamp.br/ojs/index.php/ruris/article/download/695/560
Falcón, Romana. 2005. El Estado liberal ante las presiones populares. México, 1867-1876. Historia Mexicana LIV (4): 973: 1048.
Pérez de Ribas, Andrés. 1992. Historia de los triumphos de nuestra Santa Fee entre gentes las mas barbaras, y fieras del nuevo Orbe (Año 1645). México: Siglo XXI, Dirección de Investigación y Fomento de Cultura Regional.