Región y sociedad, vol. 29, núm. spe5, 2017
El Colegio de Sonora
Guillermo Núñez Noriega gnunez@ciad.mx
Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo, A. C., México
Resumen: En este artículo se presentan los resultados de una investigación cualitativa cuyo objetivo fue conocer la presencia de las ideologías de género, en especial los discursos regionalistas, en los procesos de formación del Estado, en Sonora. La metodología utilizada fue el análisis discursivo de productos culturales diversos y entrevistas en profundidad. Se concluye que las ideologías de género y los discursos regionalistas se articulan y condicionan mutuamente, y que ambos participan en los procesos de producción de hegemonía, en los que las imágenes rurales, en tanto que son regionales y masculinas, juegan un papel cada vez más disputado.
Palabras clave: masculinidad, ideologías de género, cultura política, discursos regionalistas, productos culturales, ruralidad.
Abstract: We present the results of qualitative research aimed at knowing the presence of gender ideologies in the process of state formation (in particular, regionalist discourses) in Sonora. The methodology involved discourse analysis of various cultural products and in-depth interviews. We conclude that gender ideologies and regionalist discourses are intertwined and that both take part in the process of hegemony. Rural images, with a regionalist and masculine content, play an important role, increasingly disputed, in this process.
Key words: masculinity, gender ideologies, political culture, regionalist discourses, cultural products, rurality.
Introducción
En la escena política reciente del norte de México, al igual que en otras regiones y países, se ha podido presenciar el uso de atuendos e imágenes asociadas a la ruralidad, que se creía destinado a desaparecer, porque se vivía un auge sin igual del discurso de la globalización en la economía y las comunicaciones. El sombrero norteño, las botas vaqueras, las camisas, el lenguaje gestual, los vocablos, los giros expresivos, la monta de caballos, las cabalgatas multitudinarias, los escenarios campiranos han poblado las imágenes proyectadas de algunos personajes de la política, como la del exgobernador de Sonora, Eduardo Bours, y de algunos expresidentes, como el mexicano Vicente Fox, y el destituido Manuel Celaya, de Honduras. Estos símbolos, al igual que todos, tienen una intención comunicativa consciente o inconsciente para cualquier persona. Esto lo saben quienes se enfrentan diariamente a la decisión de elegir qué ropa ponerse; siempre de acuerdo con la imagen que van a proyectar, con sus riesgos y posibilidades, aunque parezca un acto rutinario. Los componentes de la vestimenta y accesorios se utilizan de acuerdo con una gramática que construye las posibilidades combinatorias (Bogatyrev 1971), y que determinan funciones diversas de distinción social. Cuando se trata de personajes de la escena política, no sólo hay clara conciencia en la intención comunicativa, sino que forma parte de proyectos de imagen personal cuya finalidad es obtener y mantener posiciones de poder político, esto es, participan en lo que la teoría social ha llamado la creación y la consolidación de una hegemonía.
¿Cómo es que en el mundo globalizado se reciclan los símbolos de la ruralidad en el ámbito político, y cómo intervienen en la configuración de formas de construcción y mantenimiento del poder, pese a que siempre aluden a regiones particulares? ¿Cómo participan los símbolos rurales en la conformación de los discursos regionalistas y nacionalistas, y cuáles son sus dimensiones de género, en la construcción de la hegemonía? En este artículo se exploran las respuestas a estos interrogantes, a través de una propuesta teórica, para entender al Estado y sus dimensiones de género y en concreto la historia del discurso regionalista en Sonora, en el norte de México. El objetivo es mostrar que la simbología rural, regional y de género, en particular, la masculina tiene una larga historia cultural y política, y que su revisión muestra el carácter artificioso, no natural y sí estratégico de los significados atribuidos a dichos símbolos. Detrás de estas imágenes de gobernantes con atuendos rancheros o norteños (no todo lo ranchero es norteño, pero lo ranchero norteño goza en México de mayor popularidad en la actualidad frente a otras propuestas); hay una intención clara de investirse de nociones de pureza, naturalidad, franqueza, sencillez, simplicidad, trabajo, dureza y fuerza, construidas en procesos ideológicos regionalistas y sexistas. La región y el discurso regionalista juegan un papel importante en estas configuraciones de imagen, a través de la indumentaria, pero también de estos procesos ideológicos y políticos. En este artículo se propone abordar, desde esta perspectiva de género, los productos culturales (libros, artículos, agendas, eventos) que trasmiten discursos regionalistas en diversos momentos de la historia local.
Metodología
En el estudio se examinaron los productos culturales que contuvieran enunciaciones relacionadas con lo “sonorense”, los sonorenses o “Sonora”. El análisis deconstructivo consistió en la atención a las figuras retóricas del discurso y la formación de objetos de éste como: “región, regionalismo, Sonora, los sonorenses, hombres, mujeres, masculinidad, feminidad”, entre otros vinculados al género y al regionalismo. Asimismo, se incorporaron observaciones de cinco entrevistas en profundidad, realizadas a hombres hermosillenses nacidos en la década de 1950, como parte de un proyecto de investigación sobre los hombres sonorenses (Núñez 2013), que sirvieron para entender el proceso de aparición del “chero” urbano, que se abordará más adelante. Las entrevistas duraron dos horas en promedio, y versaron sobre “las formas de ser hombre” de las que fueron testigos en su proceso de convertirse en adultos.
Marco teórico: el carácter constructivo del poder y el Estado
Para comprender la importancia de los símbolos regionales, rurales y masculinos en la construcción de la hegemonía es necesario, en principio, superar las concepciones que se suelen tener tanto del poder como del Estado. Sin menoscabar la cara represiva del poder, también se debe entender su dimensión productiva, ya que su acción no sólo es negativa, represora e inhibitoria, sino que, al mismo tiempo, también es una práctica productiva -discursiva y material-, que adquiere regularidad social y objetivación en las instituciones del Estado, pero que existe más allá de sus redes de vigilancia y control directo, para instituirse entre los sujetos sociales. El poder ejercido desde el Estado crea ideas, verdades, cuerpos, objetos, esperanzas, emociones, terror y placer. Dicho poder regular y sus instituciones participan en la creación de las subjetividades de los individuos, esto es, de sus disposiciones duraderas de percepción, de sentimiento, de pensamiento y de acción y los sujeta, a través de esa creación, desde su interioridad a un régimen de poder (Foucault 1982; Alonso 1995; Rosberry 1994; Corrigan y Sayer 1993). El Estado se mantiene no sólo por amenaza, sino porque ha construido la interioridad de las personas, sus esquemas de pensamiento y sentimiento, mediante ellos construye el consenso o la incapacidad de rebeldía.
Asimismo, parece inadecuada la dicotomía teórica excluyente entre la forma de concebir el poder cotidiano, conocida también como “concepción microfísica del poder”, y otra como producto de una maquinaria estatal llamada “concepción hidráulica del poder”, como tampoco es adecuada la separación de lo social y lo político o la oposición Estado-sociedad civil. Esto porque, por un lado, se oscurece la manera en que la práctica del Estado organiza la vida diaria e íntima de los sujetos y, por el otro, se soslaya la forma en que los poderes cotidianos apoyan y reproducen esquemas generales de dominación reproduciendo instituciones del Estado. Es necesario tener presentes los dos puntos de referencia -el Estado y la sociedad civil, lo social y lo político, lo individual y lo institucional- y trabajar con una dialéctica que los abarque (Hall 1988; Alonso 1995). Por tal razón, la propuesta aquí es retomar los abordajes de Corrigan y Sayer (1993), en su estudio de la formación del Estado inglés, y la concepción de Philip Abrams (1988), quien elabora una crítica de la noción personificada y objetivada del Estado, producto de considerar a lo político y lo social como ámbitos distintos; también como Estado-idea y como Estado-sistema; el primero entendido como “un mensaje de dominación y un artefacto ideológico que atribuye unidad, moralidad e independencia a los desunidos, amorales y dependientes trabajos de la práctica gubernamental” (Abrams 1988, 81), y el segundo como “un nexo palpable de práctica y estructura institucional centrado en el gobierno y más o menos extensivo, unificado y dominante en una sociedad dada” (Abrams 1988, 82). El Estado tiene ambas caras y es importante no perder de vista, ni restar importancia a ninguna de ellas.
Dada esta concepción del Estado, se impone una reflexión sobre un concepto clave, el de hegemonía. Para Gramsci las nociones de Estado son: a) una limitada, en la que éste es igual a la sociedad política (las instituciones y los partidos políticos) y b) una ampliada, “el Estado = sociedad política + la sociedad civil, en otras palabras, la hegemonía protegida por la armadura de la coerción” (1971, 263). En la sociedad civil, Gramsci incluye a las cámaras empresariales, a los medios de comunicación, a los intelectuales y a las asociaciones civiles que participan en la construcción del consenso alrededor del liderazgo de una clase o grupo.
Ana Alonso (1995) dice que hay dos críticas sobre esta noción: a) la que hace de la sociedad civil el espacio de construcción de la hegemonía, que impide entender hasta qué punto el Estado penetra y construye la sociedad civil y participa en la construcción de la hegemonía, mediante sus rituales y rutinas, y b) la que impide conocer lo que es propio de las formas de control, que se sustraen a la acción del Estado. Esto es, la noción gramsciana sobre el Estado es muy limitada o muy totalizadora, para entender el proceso complejo que posibilita la dominación social.
Otra crítica a la noción gramsciana de hegemonía es que no da cuenta de cómo el consenso construye la propia subjetividad de los sujetos. Aquí se postula una que enfatiza no tanto la búsqueda de consenso de los subalternos, sino el proceso de construcción de los sujetos, de su subjetividad (las disposiciones duraderas de percepción, pensamiento, sentimiento y acción), que al mismo tiempo permite su sujeción a un régimen de poder. Si se retoma a Laclau y Mouffe, la hegemonía “no es una relación externa entre agentes sociales preconstituidos, sino el proceso mismo de construcción de esos agentes” (1982, 100) de su subjetividad, emociones, esperanzas, memoria histórica, sexualidad y de su sentido de tradición; que tiene como locus al cuerpo y al “alma” de los agentes. Es un proceso discursivo-material que opera en el ámbito de la percepción, del pensamiento, de la emoción, del cuerpo y de la acción.
El Estado juega un papel primordial en este proceso de subjetivación-sujeción y de hegemonía, mediante sus discursos que lo legitiman y le confieren unidad, orden y moralidad, como son el nacionalista, el regionalista, el de la modernidad, el progreso, el desarrollo o el orden y el de género y de familia, así como a través de su red de instituciones que actúan en la vida cotidiana para regular la existencia de los sujetos o para construir en ellos su subjetividad; por ejemplo, hay que pensar por un momento en el papel de la escuela, los mensajes de radio y televisión dirigidos por el Estado, los homenajes a la bandera y los héroes, en la manera de pensar, percibir, sentir y definir quién es cada individuo.
En este artículo se analiza a la sociedad sonorense, desde la perspectiva de las dinámicas de dominación, que se aborda en un aspecto que teóricamente se intentó dilucidar antes: su resonancia en el plano subjetivo, íntimo, su papel como constructor de subjetividades. Una vez colocados en este plano, Ana Alonso dice que el género y la etnicidad constituyen otras dimensiones de la subjetividad que revelan su importancia, para entender la manera en que se construye y se sostiene un régimen de poder (Alonso 1995, 75). Estos elementos son centrales en la subjetividad de los individuos, en la manera en que negocian su sentido de valía social, su estatus y sus ámbitos de poder; pero también organizan y son organizados en amplios procesos sociales, económicos y políticos. El Estado no está ausente en la construcción y regulación de las dimensiones de género y étnicas de los individuos, y en la participación de las ventajas sociales que implican, como tampoco en la regulación y construcción de las relaciones de clase. El género y la etnicidad son centrales en la construcción de la hegemonía y no pueden subsumirse, a riesgo de pobreza académica, en un marco de determinación economicista.
Una de las maneras más conocidas en que el género configura otras dimensiones de la subjetividad y prácticas raciales, de clase o sexistas, es mediante la provisión de un idiom,1 esto es, de un lenguaje, con el cual aprehender las relaciones de poder. Como lo dice Ana Alonso:
Los tropos de género no sólo configuran relaciones entre los hombres y entre hombres y mujeres, sino que también imaginan relaciones ente civilizados y salvajes, ricos y pobres, poderosos y carentes de poder, abarcadores y abarcados, penetradores y penetrados--cuerpos, yos, espacios, categorías, dominios. La masculinidad es un signo de poder, independencia, autonomía, cierre, control sobre los límites corporales, y de la capacidad para penetrar los cuerpos, yos y espacios de los otros. La feminidad es un signo de carencia de poder, de dependencia, abertura, falta de control sobre los límites corporales, y de la capacidad de ser penetrada y abarcada por otros (1995, 74).
Los discursos de género no sólo proveen una semiótica del cuerpo, a partir de la cual se pretende naturalizar un abanico amplísimo de prácticas culturales de desigualdad y de poder entre los individuos sexuados, sino que proporcionan un idiom, un lenguaje, metáforas y metonimias que simbolizan el poder mismo como sexual y de género -el ya clásico estudio de Paz (1972) sobre el término “chingar” es sólo un pequeño ejemplo, si bien el más conocido de este fenómeno-. Como el género informa sobre las nociones de poder de los individuos, está implicado en el poder mismo, señala la historiadora feminista Joan Scott (1996). Por tanto, no se pueden entender las relaciones de poder sin comprender que conllevan siempre una dimensión de género por la forma en que el poder está articulado conceptualmente como relación de género, de manera consciente o inconsciente.
Por otra parte, el género es también un estatus logrado, el producto de una tecnología de poder y de significación que, vía los sujetos sexuados, dota de significados de género a la diversidad de las prácticas sociales; de tal suerte que se leen como si las realizaran “hombres” o “mujeres”, más o menos “masculinas” o “femeninas” y, por lo tanto, son más o menos deshonrosas, virtuosas, efectivas o legítimas. Las relaciones de género se negocian y se trasforman, pues los idioms o significados de género y el rango de su aplicación, no sólo cambian a lo largo de la historia, sino también los parámetros de lo que se entiende socialmente como “masculino” y “femenino”, las tecnologías y los saberes, las marcas sobre el cuerpo, las modelos de subjetividad, el sentido de la norma, de lo natural y lo deseable.
El estudio de los símbolos rurales, regionales y masculinos con los cuales se invisten muchos gobernantes municipales, regionales o nacionales actuales remite a esta relación poder-género, que subyace en los procesos de formación del Estado, que se constituye usando algunos idioms, símbolos y significados, un lenguaje de género para conferir sentido moral y estético a su existencia, a sus límites territoriales y a sus acciones, a la vez que participa en la regulación y construcción de la dimensión de género de los sujetos: su sexualidad, sus nociones de masculinidad y feminidad, de familia, sus cuerpos y posibilidades lúdicas, pero también de ciudadanía, de orden público, de patria, de Estado y nación. En esta confluencia de acciones con clara dimensión de género, el Estado participa en la organización de la hegemonía cooptando a los individuos mediante su subjetivación-sujeción a proyectos económicos, políticos e incluso civilizatorios. El gobernante, investido como hombre recio, natural, fuerte, potente por los símbolos de un imaginario de masculinidad regional, con claras connotaciones de clase, étnicas y de género, se convierte no sólo en un objeto de admiración por los sujetos previamente constituidos en su subjetividad para apreciar esas cualidades, sino también en el “digno representante” de un yo colectivo del cual el individuo de la calle obtiene beneficios simbólicos por pertenecer a él.
Cualquier noción de hegemonía implica que se le considere como una formación ideológica no terminada, disputada por actores sociales, que al hacerlo cuestionan los términos de su sujeción y los de su subjetividad, en particular, su identidad, esto es, “su punto de vista sobre su unidad y sus fronteras simbólicas”, para retomar la definición de Giménez Montiel (1991, 16) , y su sentido de valía social. Aunque se entiende que el Estado siempre se forma en contra de alguien: individuos y comunidades que se resisten y rebelan (Joseph y Nugent 1994; Alonso 1994). En este artículo no se abordan esos procesos de resistencia, la cual puede tomar diversas formas: desde el cuestionamiento de la autenticidad de la hombría u origen campirano, regional o nacional del gobernante, hasta el de la importancia de esos atributos en un mundo que exige otras cualidades, como el manejo de sistemas de información y las conexiones internacionales en un mundo globalizado, por ejemplo, y también la revelación del carácter artificioso, ideológico de esa intención comunicativa y de poder, que es lo que se hace en este artículo.
El nacionalismo, el regionalismo y la formación del Estado
El discurso nacionalista es el que le confiere unidad, legitimidad, orden y moralidad a las acciones del Estado, que muchas veces son desordenadas, heterogéneas e inmorales. El nacionalismo jugó un papel activo en el proceso de formación del Estado, primero como un elemento aglutinante en la organización de las fuerzas anticoloniales (Brading 1973), y después como parte de las prácticas de subjetivación-sujeción y en la hegemonía poscolonial, durante el siglo XIX, y sobre todo después de la revolución en el caso de México (Alonso 1994; Anderson 1983; Chartajee 1993; Corrigan y Sayer 1993; Alexander 1991; Joseph y Nugent 1994).
Cuando se estudian los procesos de formación del Estado se suele soslayar el papel que juegan las regiones y los discursos regionalistas. Esto es así porque existe la tendencia a ver en el Estado, surgido de la independencia, a un aparato coherente y monolítico, y a la nación como “su alma”, no como el producto de una negociación compleja de fuerzas regionales con un rol activo en su materialización; una excepción notable es el trabajo de Florencia Mallon (1996).
Durante la formación del Estado nacional, las elites regionales legitiman su espacio de poder y su inserción en el proyecto de nación, con la ayuda de un discurso regionalista que naturaliza su poder dentro y fuera de sus límites territoriales. Los discursos regionalistas desempeñan un papel importante en la organización del gobierno local y en la construcción de su hegemonía, que posibilita un flujo de poder negociado entre las esferas nacionales y locales (Núñez 1995; Hernández 2012).
El estudio del discurso regionalista sonorense, por ejemplo, revela que no sólo jugó un papel central en la legitimación de la acción del Estado local y en la subjetivación-sujeción de los habitantes de estas tierras a proyectos civilizatorios occidentales y modernizadores durante el siglo XIX, sino que aun en la actualidad hay actores sociales que lo utilizan para una diversidad de fines como: a) legitimar proyectos económicos neoliberales pues, se dice, están acorde al “ser sonorense”; b) convocar un sentimiento político anticomunista, como algo “no sonorense”; c) promover un desentendimiento de los indigentes, los niños de la calle o los migrantes pues “son del sur del país”; d) deslegitimar movimientos sociales, ya que “dañan la paz de los sonorenses”; e) hacer mofa y deslegitimar a un candidato político porque es “guacho”, originario del sur del país; f) fomentar la aceptación o el consumo de artículos, negocios y acciones de gobierno porque reflejan “el carácter sonorense” o g) promover la imagen del gobernante en turno porque, mediante el uso de atuendos rurales regionales, demuestra ser “un auténtico sonorense”. Algunos estudios realizados en Sonora, en los años noventa, mostraron, por ejemplo, que el discurso regionalista orienta sutilmente prácticas cotidianas de las cuales se obtiene el beneficio simbólico de sentirse “auténtico”, “legítimo”, “sonorense” y diferente de una otredad supuestamente inferior en la moralidad y en la estética de sus prácticas y de su cuerpo: los “guachos” y los “chilangos”, como se les llama a las personas originarias de otras regiones de México2 (Cattan 1989; Morúa 1991; Núñez 1995). Aunque este énfasis regionalista parece ir perdiendo fuerza, sigue presente en la sociedad.
El discurso regionalista es más que uno de gobierno, por eso sus usos son múltiples; al internalizarse en los individuos, establece un vínculo duradero entre el sujeto y esa comunidad imaginaria que es la región (Anderson 1983). Ese vínculo es producto de un proceso histórico de subjetivación-sujeción de largo aliento, y puede conceptualizarse como una estructura individual de sentimientos (Williams 1977), pero compartida socialmente. En la medida en que el discurso regionalista suele acompañar a las acciones del Estado, que trasforman las estructuras económicas, políticas y simbólicas y, con ello a los sujetos, es algo más que un complejo de enunciaciones, es un ejercicio del poder que informa prácticas que generan realidades, sobre todo la social, contenida en los límites legales del Estado local. El discurso nacionalista y el regionalista reproducen una ideología de género.
Una mirada histórica al discurso regionalista: los idioms de género en la construcción de la hegemonía local
Los idioms de género en la fundación del Estado regional
La lucha política entre las posiciones a favor y en contra de la separación de las provincias de Sonora y Sinaloa durante la década de 1820 en el naciente Estado nacional, antes unidas en una misma administración político-colonial, provee un buen ejemplo de la manera en que se movilizan idioms de género y familiares en la construcción de proyectos políticos regionales. Esta separación fue la ocasión para que se produjeran múltiples discursos sobre “Sonora” y “Sinaloa”, los “sonorenses”, sus supuestas diferencias culturales y similitudes, sus intereses, su derecho a decidir sobre la organización política y sobre su soberanía. La diversidad en actividades productivas, el clima, el paisaje, la antigüedad de sus habitantes, el grado de mestizaje y los progresos de la civilización sirven para argumentar la falta de identidad entre ambas provincias, las diferencias en costumbres, caracteres, inclinaciones e intereses de sus habitantes. Es curioso que los argumentos a favor de la unión suelen darse en los mismos términos. Parte del debate de la época tiene que ver con la correspondencia entre el territorio y el significado del concepto “Estado”; el problema es cómo establecer los límites territoriales y dotarlos de dicho concepto. El discurso regionalista incipiente trataba de legitimar una comunidad imaginaria, para “naturalizar” así las instituciones del Estado sonorense.
Las metáforas familiares, propias de una ideología de género patriarcal, son los recursos más utilizados para aprehender el proceso de construcción del Estado local, como lo muestran los discursos de la época. Un grupo de notables que argumentan en favor de la separación de las provincias, entonces unidas en el Estado de Occidente dicen:
Entonces Sonora y Sinaloa se presentarán cual dos hermanos cuyos bienes se administrarán en común por la fuerza del destino, y una mano impulsora y protectora pondrá a cada uno en el libre uso y goce de sus facultades. Bendecirán la mano, y separándose, se darán mutuos abrazos de amor y confraternidad. [...]. En fin, no se conseguirá la felicidad de 225 mil individuos de la gran familia mexicana, si no se dan leyes análogas, a sus costumbres, localidad y circunstancias (Esquerro et al. 1981, 26-27).
Como se puede apreciar, se usa una imaginería patriarcal (Sonora y Sinaloa son imaginadas como “hermanos” y la mano del padre representa al gobierno nacional) para dar cuenta de la fundación de los poderes regionales, de las luchas por la configuración espacial del Estado-sistema. La distribución de los roles en esta narrativa patriarcal dice mucho sobre la distribución jerárquica de los poderes, y de la mitología de su origen, en el México del siglo xix. Es un acto fundador que se sacraliza con el mismo lenguaje que a la familia. La masculinización de las provincias, a su vez, es obligada por una razón simple, sólo los varones podían “hacer uso libre de sus facultades”, y aspirar a la “soberanía”. La imagen de un varón que llega a su mayoría de edad resulta por demás adecuada.
Al mismo tiempo, la comunidad imaginaria “los sonorenses”, se convierte, por proceso de sinécdoque, en un solo individuo: “el sonorense” y, como tal, poseedor de una “personalidad”; así se corporiza la totalidad. En español esa corporización es siempre masculina: “el” o “los” dan cuenta de ambos géneros. Ya la psicoanalista Luce Irigaray (1994) mostró la trascendencia del orden simbólico para la exclusión de las mujeres, de esta intrascendencia aparente del lenguaje. En la actualidad, las revistas y los artículos de periódico publicados en Sonora suelen preguntar “¿cómo es el sonorense?”, a lo que responden definiendo cualidades que se consideran masculinas y soslayando cualquier referencia a las mujeres o a la feminidad.
En la construcción del Estado sonorense se configura un discurso regionalista permeado de idioms de género. Si se usan metáforas familiares para debatir el asunto es porque mueven emociones, porque hacen más “real” y “fundamentado” el proceso de imaginar y legitimar comunidades políticas. Asimismo, porque al asimilar los procesos políticos a los familiares se les dota de naturalidad, moralidad e incluso sacralidad (pues la noción de familia convocaba en aquellos tiempos más que ahora, imágenes de iglesia y consagración). Las imágenes patriarcales permitieron imaginar el poder del Estado, y lo siguen haciendo, así como consagrarlo y, en el proceso, legitimar su existencia, sus rutinas y rituales que, imbuidos del discurso del progreso, postulan la redención social de los sujetos (Alonso 1994). Los idioms de género eran así centrales en la construcción de la hegemonía en el siglo XIX, como lo son en la actualidad a través, por ejemplo, de símbolos y significados de la ruralidad.
La guerra apache: las políticas étnicas del Estado como políticas de género
Para mostrar la relación entre hegemonía y género es importante mencionar la que existe entre etnicidad y formación del Estado, porque las políticas de etnicidad tuvieron una repercusión fundamental para la construcción y consolidación de una ideología local de género, así como en la legitimación de cierto tipo de autoridad familiar, comunitaria y gubernamental,3 que se sintetiza en la imagen del “guerrero civilizado”, del “ranchero estadista”. Esta situación se vivió de manera similar en Chihuahua, como lo revela el estudio de Ana Alonso, que sirvió de apoyo para hacer estas aseveraciones.4
A la guerra contra los indígenas, que se prolongó hasta el siglo XX, se le concibió como una entre civilización y barbarie, religión y superchería, sociedad y naturaleza, categorías que incluían un subtexto de género, de honor masculino. La guerra fue un espacio agonístico de varones, una lucha por el honor de los hombres blancos; por esto se entiende su capacidad para defender el proyecto civilizatorio y su superioridad, la honra de la familia y la pureza sexual de las mujeres, la integridad de los hijos y las propiedades que significaban el logro y el quehacer masculino, la posibilidad de la sobrevivencia y la identidad masculina civilizada: la tierra y el ganado. En el norte de México, el trabajo agropecuario siempre se ha considerado honorable, propio de los varones, y un signo de civilización (Alonso 1995).
Alicia Alonso (1995) señala que la guerra fue una lucha de honor, tanto étnico como de género. No es casual que los medios preferidos para deshonrar al enemigo fueran la escalpada -la cabeza es un sitio de honor en la tradición mediterránea- y la castración. Cortarle los testículos al enemigo, agredirlo en el signo somático de la sexualidad y de la masculinidad, y exhibirlos como trofeos se convirtió en la manera preferida de deshonrar al enemigo apache (y viceversa), y de señalar la victoria de la civilización sobre la barbarie. En el lenguaje popular serrano sonorense hasta hace poco era común la expresión “este no sabe ni quién capó al apache”, para decir que alguien “no sabía nada” de un asunto, pues era mucha la gente que “capaba apaches”. Esta apropiación de un órgano sexual de los hombres, por otros hombres recuerda que el idiom de género para conceptualizar la guerra y las relaciones sociales no es un mero elemento retórico sin trascendencia (McBride 1995),5 como tampoco lo es la violación de mujeres y hombres, que participan en movilizaciones sociales, por parte de miembros de la Policía o del Ejército. Durante esta guerra, las mujeres blancas se convirtieron en sinécdoques de la cultura y de la civilización que los hombres debían salvar, en el depósito de las bondades cristianas y en las socializadoras de los hijos en el único mundo válido. La masculinidad, por su parte, se definía de dos formas: a) cuando se hacía valer la virilidad, la capacidad de autonomía, de fuerza y de dominio, consideradas naturales y la causa de la precedencia de los hombres sobre las mujeres, algo que compartían con los “indios bárbaros”, y b) cuando se afirmaba la superioridad étnica, dada por el apego a la razón, a la religión, a los usos y costumbres “hispanos” y “civilizados”. Etnicidad y género confluían en la definición del hombre honorable, la carencia de alguno de estos elementos, hacía a los varones semejantes a las mujeres o a los indios bárbaros a los que se combatía. El Estado jugó un papel central en la consolidación de esta ideología de género estimulando el discurso del honor étnico y de género en los varones mediante la regulación de la guerra (la organización militar, la dotación de armas, discursos militares), la premiación con honores, como el acceso a la tierra, y fuertes sumas de dinero a los que cumplían con esas expectativas; se les pagaba por cabellera escalpada.
La autoridad del Estado llegó a depender de esta capacidad de saber entablar la guerra, al tiempo que se reproducía la “civilización”. El gobernador en turno, y en esto vale la pena recordar al caudillo sonorense Ignacio Pesqueira, quien dominó la escena política el tercer cuarto del siglo XIX, habría de ser el prototipo de sujeto masculino: ante todo un buen militar, carismático, saber mandar y matar, dar y quitar la vida, aguantar los rigores de la campaña, pero también conferir honores a los otros hombres, ser generoso y procurar el cultivo de la vida civilizada, mediante una disciplina rigurosa en el trabajo y en la vida doméstica (Acuña 1973).
El Estado regional y la regulación de los cuerpos y las subjetividades
Las políticas de género no sólo se fraguaban en el acto de la guerra, a través de bandos de policía; durante el siglo XIX, el Estado llevaba a cabo un proceso de imposición, regulación, inducción y vigilancia de sus principios morales, como ocurre en la actualidad. Mediante esos bandos se advertía de las blasfemias contra Dios, los amancebamientos, las obscenidades y los actos lascivos, “que corrompen las buenas costumbres sin las cuales nadie puede cumplir sus deberes de ciudadano”; del vicio de la borrachera; de los juegos prohibidos; de la holgazanería, “causa de los crímenes perpetrados en contra de las leyes y la gente laboriosa”. Las autoridades de los pueblos tenían la obligación de expulsar a quienes no encontraran un trabajo en 48 horas, con el fin de sacarlos de Sonora; de las mujeres “viciosas que corrompen las buenas costumbres”; de los jóvenes que pasean por las calles, para lo cual se mandaba instaurar en cada pueblo un hombre con un látigo a fin de impedirles que “perdieran el tiempo”; de los que tiran la basura en la calle; incluso de los perros que tienen relaciones sexuales en la calle, y que se dice “dan mal ejemplo a los niños y niñas” y a quienes, por lo tanto, “hay que matar y expulsar extramuros”; de los que cantan en horas de trabajo, aun cuando no interfiera con sus actividades laborales y de los que llevan serenatas, entre otros. Las disposiciones anteriores estaban contenidas en el Reglamento de Policía para el Gobierno Interior de Sonora.6
En dichas disposiciones se aprecia que el Estado regional implementó un proceso de regulación y disciplina de los cuerpos y de las psiques, de su apropiada espacialidad, presencia, usos, disposiciones, intereses y placeres, con el fin de construir al ciudadano adecuado, al sujeto civilizado, al individuo del nuevo orden. Esta reglamentación objetiva una moralidad de género, pues legisla sobre la vida sexual de los individuos (sobre todo de las mujeres), e induce un cierto tipo de vida doméstica y laboral para hombres y mujeres: una personalidad laboriosa, adusta, ascética, racional, en control de sus dimensiones lúdicas y placenteras.7 Aquí cabe traer a colación una reflexión de Escalante:
Toda moral pública supone, aunque sea tácitamente, un modelo de vida íntima. El tema no ha sido muy explorado, pero vale la pena anotarlo. Donde al ciudadano se le exige -en lo público- responsabilidad, moderación, patriotismo, se le supone -en lo íntimo- frugal, austero, ordenado (1992, 41).
Lo que no menciona Escalante, y que constituye el tema de este artículo, es que ese vínculo entre moral pública y vida íntima tiene un carácter de género y es parte fundamental en la construcción de la hegemonía. Se puede agregar que el Estado participa activamente en este proceso y que tanto el regionalismo, como los discursos moderno y el del orden público y la civilidad le confieren unidad, moralidad y legitimidad a sus acciones muchas veces inmorales.
Sonora en el escaparate mundial: el discurso regional y el género en la primera globalización
El fin de la guerra apache, en 1886, que no marca la culminación del combate contra los indios coincide, en el ámbito político, con el establecimiento del triunvirato sonorense y el régimen porfirista y, en el económico, con la incorporación avasallante al mercado mundial capitalista. Ambos procesos significan un énfasis renovado en el espíritu de racionalidad liberal burguesa, en la ciencia y el discurso de progreso. La frugalidad, la inversión, el desarrollo tecnológico, los saberes administrativos, la cultura estadounidense y la ganancia capitalista son los valores que desde la elite se intenta imponer sobre la población. La racionalidad burguesa, llamada “moderna” identifica a la “razón” con los varones (Seidler 1989; Connel 1995), y significa un reacomodo de la vida doméstica, de las identidades de género y una mayor regulación del Estado, a través de sus rituales y rutinas, que se enmarcan en el Código Civil (Alonso 1995). La regulación oficial del matrimonio, la familia y la vida doméstica por el Estado, y ya no por la Iglesia, es una revolución cultural que hace falta explorar con mayor detalle.
Sin embargo, y en virtud de las asonadas indígenas, esta propuesta renovada de civilidad y racionalidad, ahora claramente capitalista y empresarial, tuvo que convivir en Sonora, a diferencia del resto del país, durante unos cuarenta años más, con la promoción del espíritu guerrero caracterizado por su énfasis en la virilidad, el despliegue corporal, la resistencia física, el arrojo, el temple emocional para enfrentar y llevar a cabo actos de crueldad, la adaptación a la existencia rústica e incómoda que supone la vida militar. El triunvirato sonorense proyectó, a diferencia del porfirismo senil, una autoridad-masculinidad de tipo empresarial-militar, que era capaz tanto de interactuar con los capitalistas estadounidenses o europeos, como de enfrentar en cruenta guerra las “huestes yaquis”, como se les solía llamar. El gobernador Izabal es, tal vez, el ejemplo más notorio de esa forma de ejercer la autoridad, que fue al mismo tiempo un ideal de masculinidad,8 que se reproducía con símbolos y significados de la ruralidad, como el caballo, el sombrero y las botas.
Las acciones modernizadoras de estos gobiernos consisten en promover y facilitar la inversión extranjera, así como fomentar, mediante la educación, una visión laica, racional y burguesa del mundo, enmarcada, de manera relevante, en el discurso regionalista. Con apoyo estatal se producen ensayos geográficos con el objetivo de elogiar la acción gubernamental y promover la inversión extranjera en Sonora; enfatizan sus múltiples riquezas naturales, hablan de una ética de trabajo proverbial de los sonorenses, de su espíritu emprendedor y, sobre todo, de sus cualidades civilizadas cuyo origen es su ascendencia europea. Pero también refieren las cruentas batallas que los “sonorenses” -los no indios- y el Estado han llevado a cabo contra las “razas indias”, para civilizar la región (García y Alva 1905-1907).
El discurso regionalista de finales del siglo XIX incluyó, por primera vez, y de manera clara, una diferenciación de los sonorenses en hombres y mujeres. “Las sonorenses” no indígenas y mestizas, por supuesto, aparecen como objeto de discurso en el contexto de la promoción de las riquezas regionales. Se promociona su belleza, origen hispano, ojos azules y verdes y sus cualidades domésticas como signos de civilización (Dávila 1894). La posibilidad de contraer matrimonio con alguna de estas mujeres es parte del atractivo que se ofrece al inversionista.
El discurso regionalista construye así una versión étnica y de género, para señalar no sólo el carácter civilizado y los resultados de progreso de la acción gubernamental, sino también para atraer la confianza y el deseo de los empresarios extranjeros. En esta época se establece la unión duradera entre los discursos regionalista y el de la modernidad.
Los años cuarenta: la cara patriarcal de la modernidad capitalista regional
Fue durante el gobierno local del general Abelardo L. Rodríguez, de 1943 a 1949, cuando se logró articular, con mayor claridad y coherencia, un discurso de Estado regionalista y modernizador, así como una ideología de género (Núñez 1994). Este régimen discursivo acompañó al proceso de inversión capitalista en las actividades productivas primarias, y de renovación urbana y educativa. El discurso regionalista tuvo innovaciones significativas, y durante este gobierno se le dotó de una perspectiva histórica hasta entonces inexistente. Se codificó así una tradición, en la que poco a poco los indios, que habían sido “parte de la naturaleza” se irían incorporando de manera subordinada y marginal. La trasformación del escudo estatal registró este proceso ideológico; antes aparecía un apache cruzado por una suástica, y se cambió por un danzante yaqui en el centro -una posición claramente inofensiva- rodeado por los símbolos de la nueva bonanza económica: la minería, la ganadería, la agricultura y la pesca.
Esa tradición que codifica al régimen sirve para apoyar su propuesta modernizadora y capitalista, y de esa manera funciona como estrategia retórica para avalar la acción de gobierno. Los temas principales de este discurso regionalista, que persisten hasta hoy son los siguientes:
los antepasados de los sonorenses fueron pioneros españoles de temple de acero, de resolución y valor temerarios, esforzados, trabajadores, indómitos; se vinieron de España porque esa nación estaba en decadencia y fueron los primeros pobladores de estas tierras; no obstante, eran conservadores, semifeudales, tradicionalistas, vivían aislados del resto del mundo, por tal motivo no podían progresar, además vivían en constante lucha contra los indios; todo esto [se dice] produjo en los sonorenses: su carácter austero, estoico y poco expresivo (Rodríguez 1949, 245).
Este discurso regionalista se amplía y se combina con un proyecto modernizador, que logra postularse como continuación de un espíritu y una tradición sonorense: “cultura de esfuerzo, trabajo, e hispanidad”.9 Una ideología de género permite enmarcar a toda la empresa y dotarla de una moralidad patriarcal. La modernidad regionalista se codifica como empresa familiar, donde hombres, mujeres, gobierno, empresarios y trabajadores tienen su papel definido. Se trata de una ideología de género, impulsada desde el Estado, que refleja y refuerza las ideologías de género y los arreglos familiares presentes en la sociedad sonorense (Núñez 2013).
En los mensajes de gobierno, que acompañan la acción de las instituciones, Sonora aparece como “la madre”, los sonorenses como sus “hijos”, el gobierno como “el padre”, el gobernador como sinécdoque del gobierno, por lo tanto como “padre”, y la sociedad sonorense como “una gran familia”. Estos elementos retóricos no son tan inocuos como algunos pudieran pensar, por el contrario, construyen toda una cultura política, una visión del ejercicio del poder, de los deberes y derechos muy acorde con las concepciones que organizan el régimen doméstico. De igual forma, la acción política bajo estas imágenes influyó en las relaciones en la unidad doméstica, un tema que ha estudiado ampliamente Hernández, para la sociedad tamaulipeca (2012). Para el gobernador Rodríguez, la segunda guerra mundial compromete el “honor” y el “decoro” de la patria, el pueblo sonorense es “viril” y por eso acudirá a su llamado; su encuentro con los trabajadores que apoyan su candidatura es “un encuentro con familiares”; su convocatoria a un pacto social entre las agrupaciones obreras, campesinas y capitalistas se justifica sobre la base de que se forma “un conjunto familiar”.
Su calidad de “padre” de los sonorenses le posibilita una relación particular con los subalternos: dictar qué es el bien para cada uno. Así lo dijo en su campaña a la gubernatura:
Haré un gobierno paternal, como de un padre que abandona todas las demás actividades de su vida para consagrarse de lleno y exclusivamente, de acuerdo con su mejor entender y saber, a aplicar las normas que se ha trazado para guiar a su familia por el sendero del bien, de la rectitud, del progreso y del bienestar; aunque para lograrlo, a la vez que de cariño sea menester revestirme del rigor necesario (Rodríguez 1949, 45).
Como parte de su deber familiar, de “respetar el hogar y educar a los hijos” (Rodríguez 1949, 65), emprende campañas educativas, cierra zonas de tolerancia en las poblaciones fronterizas, suspende los expendios de bebidas embriagantes en el Yaqui y Mayo, y considera que es deber de los jefes cooperativistas pesqueros de Guaymas exigirles a los trabajadores que sus rendimientos, el esfuerzo de su trabajo, no sea “malgastado en fomentar el alcoholismo”.
El carácter masculino de la empresa moderna se revela en sus comentarios constantes de género; en primer lugar, las mujeres aparecen en sus discursos como hijas, madres, hermanas, esposas y novias. Es obvio que como no pueden ser “padres” no pueden gobernar, ni ser dirigentes de esas cuasi “familias nucleares” que son las empresas o cooperativas, según la retórica gubernamental. A las mujeres les reserva el papel de “inspiración, estímulo, fiel guardián, consuelo de las preocupaciones y desilusiones, bálsamo sublime” de los hombres, quienes salen del hogar a hacer la historia, a trabajar para realizar las grandes obras “que nos conducen por el camino del progreso”. El gobernador alecciona:
[La mujer virtuosa] da fuerza y vigor para aceptar los sinsabores que sufren constantemente los hombres que se proponen hacer el bien [...] El hombre es capaz de ejecutar las más gigantescas obras con el fervor más contundente cuando hay estímulo afectivo en el hogar [...]. Cuántas veces habrá llegado usted cansado a su hogar a recibir el calor de su cuidado, comprensión y cariño para cobrar nuevas fuerzas y seguir adelante (Rodríguez 1949, 229-230).
El “sexo femenino” es, señala: “la parte de la humanidad que forma y ejerce bondad, el amor y el cariño, que transmite al hombre y moldea su carácter. Es la mujer en su innato sentimiento de amor quien nos conduce por la senda del bien, es la orientadora del hogar” (Rodríguez 1949, 50). No es casual que la única mujer de su gobierno haya sido Enriqueta de Parodi quien, como encargada de las Misiones Sonorenses de Superación Popular, tenía como objetivo la “elevación moral del pueblo”.
Los atributos de las mujeres no son los idóneos para dirigir la marcha hacia al progreso, sino que participan en la conformación de los atributos de los hombres, al crear su subjetividad mediante su centralización en la razón, el control, el orden, la disciplina y el permanente exorcismo de las pasiones, el eros que aparece atrapado en la relación esposo-esposa. Estos “bienes de la tierra, riqueza más grande y sublime que puede tener un hombre”, como el gobernador llama a las mujeres, participan en una economía libidinal cuyo propósito principal es conformar la subjetividad masculina idónea para el proyecto moderno, mediante la contención de sus descentralizadores y disruptores potenciales.10 Se trata de una empresa que de hecho ya realizaban las mujeres en el siglo XIX, como garantes de la hispanidad y el catolicismo, frente a las características guerreras y sanguinarias que debían mostrar los hombres en la guerra contra los indígenas, sólo que en esta época ese papel asignado a las mujeres se subordinó a la empresa modernizadora.
El gobernador dice que “se habla de la conciencia y subconciencia del hombre. Podría decirse que una buena esposa revela la subconciencia y viene a construir el yo bueno del individuo” (Rodríguez 1949, 23). En otra ocasión, al solicitar a las madres, esposas y novias que les insistan a sus hombres para que hagan deporte -arma para combatir los vicios- comenta que “[los hombres] somos como potros broncos, recién ensillados, necesitamos una guía que nos sepa dar rienda con cariño y buen consejo. Las mujeres son las llamadas a desempeñar ese papel” (Rodríguez 1949, 136-137).
Una vez concluida la guerra contra los indígenas y la revolución mexicana, y en el marco de nuevos oficios y de un contexto cada vez más urbano, el deporte entró también en esta economía de la subjetividad masculina, pero en los discursos a las mujeres no se les incitó a practicarlo. El deporte que implique la disciplina del cuerpo y del espíritu está llamado a desempeñar una labor introductoria y entrenadora de los valores del “hombre” moderno, ya que “el deporte [dice] enseña a tomar decisiones rápidas y precisas [...] es un gran influyente en la formación del carácter y del espíritu de iniciativa” (Rodríguez 1949, 130).
Las políticas modernizadoras y de género, así como el discurso regionalista del gobernador Rodríguez organizan un “pacto social”, es decir, una hegemonía que se prolonga por casi veinte años. Pero todavía no se investiga su repercusión duradera en el orden de género regional y en la dinámica cultural y política actual. A continuación se incluye una muestra del trabajo que se está llevando a cabo en este sentido.
Vaqueros sonorenses y poéticas masculinas regionales actuales
Ya se mostró la relación entre rituales y rutinas del Estado local, discurso regional y orden de género, sin embargo, falta abordar la articulación de estos elementos en la subjetividad-sujeción de los individuos. Con el fin de estudiar la vinculación de la hegemonía y el género en la vida de los sujetos, en sus percepciones, pensamientos, emociones, cuerpos y acciones, ahora se analizará la configuración masculina regional del hombre urbano, que reviste su cuerpo con signos vaqueros y campiranos, para lo que se entrevistó a cinco varones residentes en Hermosillo, como parte de una investigación con tres generaciones de hombres sonorenses (Núñez 2013), a falta de otra sobre este proceso cultural.
La década de 1970 marcó el surgimiento de un personaje masculino que logró afianzarse y permanece hasta hoy, no sin disputas, como el representante de los atributos contenidos en el discurso regionalista, que se va armando y rearmando con el tiempo. La configuración de ese personaje es posible, en parte, gracias a los procesos migratorios de la zona serrana a las ciudades costeras, y al surgimiento de una semiótica regional y regionalista, que codifica a las comunidades serranas, los centros de población hispana, más antiguos, como refugio de la “tradición” y de la “esencia” sonorense (Núñez 1993), algo que ya estaba presente en el discurso regionalista del gobernador Abelardo L. Rodríguez.
La presencia de ese personaje varón, que usa ropa vaquera en la ciudad, da pie a la posibilidad de articular una propuesta ideológica de masculinidad y de regionalismo, que los configure como los más fieles representantes de un pasado rural, agonístico, masculino, vaquero, ganadero, hispano, de lucha contra el desierto y los indios. Imaginería que desde la época del general Rodríguez -durante la cual se establece una economía basada en una agricultura capitalista altamente tecnificada- encontró resonancias y cimiento en la mitología de los “agrotitanes que conquistaron el desierto”. La confluencia de migración rural dentro de un proceso capitalista y moderno -la expansión de los valles agrícolas de la costa sonorense-, en el marco de un discurso regionalista permite la relación perdurable entre ruralidad, masculinidad y regionalismo en Sonora, con implicaciones favorables en términos de capital simbólico.
Andrés, Jorge, Francisco, Raúl y Alberto, cinco hombres que nacieron entre 1951 y 1957, residentes en Hermosillo, entrevistados como parte de un proyecto sobre la trasformación de la masculinidad regional, coinciden en señalar que “el chero”, como fue llamado ese personaje vaquero urbano por los hermosillenses de tradición más urbanita, como apócope de “ranchero”, es una invención de los jóvenes de la clase media y alta que emigraron de la zona rural a Hermosillo y a otros centros urbanos, atraídos por las posibilidades económicas y culturales. Jorge, originario de Banámichi, lo dice así:
Muchos veníamos de los pueblos, nos vinimos a estudiar la prepa de la Universidad de Sonora, en ese entonces eran muchos los chavalos que veníamos de los pueblos a estudiar. Entonces como que se fue dando ese estilo vaquero aquí en la ciudad pero como decirte, con ropa más fina, camisas de Tucson, Wrangler y así. No era pues como la ropa pueblerina de los papás, las tehuas o así, sino algo más moderno, a la moda.
En la ciudad, los jóvenes de la Escuela de Agricultura de la Universidad de Sonora, según algunos entrevistados, estilizaron, y con ello trasformaron, la herencia cultural de sus padres y de sus comunidades serranas, como la vestimenta vaquera usada en las fiestas, echando mano de mitos regionales y extranjeros, por ejemplo el del viejo oeste estadounidense codificado por Hollywood, para configurar así un sistema simbólico y una práctica masculina regionalista integrada plenamente al mercado capitalista.
Su presencia en Hermosillo durante los años setenta fue disputada por los otros jóvenes de tradición urbana, sin embargo, no sólo sobrevivió entre los roqueros seguidores del grupo musical Los Apson, y uno que otro jipi o comunista local,11 sino que en los setenta y ochenta se impuso, en el marco del auge internacional de la música country y de la popularidad de películas como Un cowboy en la ciudad, como modelo hegemónico de masculinidad, suceso que hay que atribuir tanto a la clase social y al origen rural de quienes construyeron dicho estilo, como a la propuesta estilística e ideológica misma: una garantía de poder simbólico regional y de virilidad, con importantes resonancias de clase, muy atractiva para los jóvenes urbanos, que lo hicieron suyo incluso sin tener vínculos familiares con la ruralidad sonorense (Luna 1989). Andrés, nacido en 1956 en el municipio serrano de Bacadéhuachi, quien emigró a Hermosillo para estudiar la preparatoria, recuerda las trasformaciones culturales de esos años de la siguiente manera:
Ya en los años setenta, se puso de moda en Estados Unidos lo country y eso pegó mucho acá también, se usaron los sombreros con plumas, estaba de moda Kenny Rogers, pero mezclado con Ramón Ayala, eran tiempos como muy chistosos, porque a la vez éramos estudiantes de la universidad, pero con raíces pueblerinas, y así sentíamos como una reivindicación, una manera de expresarnos, pero a la vez éramos universitarios y estudiábamos la carrera de moda: agricultura, y en ese entonces ser profesionista en ese campo se suponía que era lo máximo y luego pues bien vaquero, bien varonil, eras como el prototipo de la hombría de éxito.
Este proyecto ideológico de masculinidad regional, renovado con elementos del mercado capitalista y del capital simbólico del wéstern estadounidense, en un contexto de urbanización creciente y de cultura de la nostalgia serrana, adquirió fuerza en los años setenta, ochenta y noventa (Núñez 2010). En el ámbito de la imagen pública, la figura del joven gobernador Carlos Armando Biebrich, originario del pueblo serrano de Sahuaripa, subió al poder en 1973, e hizo suya esta nueva propuesta ideológica regionalista y masculina y, al mismo tiempo, a través de sus múltiples apariciones públicas con indumentaria vaquera, le confirió una legitimidad política sin precedentes, tal vez desde el fin de la revolución mexicana. Pero ahora, sin embargo, se trataba de otro contexto, más urbano y moderno.
Una descripción somera del estilo de vestir, si se quiere esquemática, puede ilustrar a los que no conocen la región, e incluye: pantalón de mezclilla -aunque en los años setenta se usaban también otros materiales- y camisa vaquera de moda, de preferencia traída de Estados Unidos, y ajustada al cuerpo; el sombrero, donde se significan funciones o rasgos de identidad, a través de la forma o los aditamentos, como el cinto vaquero, la hebilla con motivos campiranos, los lentes oscuros y las botas, cuya variedad de formas, tipos de piel y colores ayudan a configurar estilos internos. En su versión apoteótica, el hombre que adoptaba el estilo chero y el que aún lo hace suele conducir un vehículo estilo pick up o aspira a hacerlo, o una troca de una tonelada, beber cerveza Tecate, escuchar música norteña, comer tacos de carne asada y tortillas de harina en taquerías ad hoc, o en rituales caseros o campiranos donde él mismo los prepara, porque en Sonora la carne la cocinan los varones, casi siempre en grupo, mientras las mujeres observan o conversan en un grupo aparte. Prefiere las maneras desenfadadas, y no tiene aprecio por los remilgos y tampoco es quisquilloso en los detalles. Se ufana de ser pragmático, arrojado, atrevido, alegre y de vivir cerca de Estados Unidos pero, sobre todo de ser sonorense, situación que reivindica una supuesta superioridad, no sólo física sino también moral y estética, frente a las personas de Sinaloa y las del sur del país a quienes llama “chilangos” o “guachos”, a través de observaciones, comparaciones o chistes.12
Una de las características del estilo chero, a decir de los entrevistados, es su carácter performativo, conscientemente estilizado, actuado y exhibicionista, sin que eso signifique que sea del todo artificial o que no guarde resonancias emotivas, pues para algunos representa una afiliación con sus padres migrantes o con una tradición familiar campirana, que a ellos no les tocó vivir directamente.13 Actuar dicho proyecto ideológico de identidad masculina significa poner en práctica una poética, esto es, una serie de recursos de estilo, con los cuales la práctica misma es leída como relevante, significativa en términos de esa estética de virilidad y regionalismo: frases, acentos, giros expresivos, maneras de mirar y de caminar, gesticulaciones pero, sobre todo, un tipo de vestimenta. Aquí, la propuesta analítica está basada en Herzfeld (1985); Butler (1990) y el trabajo etnográfico de Núñez (2013; 2007); y es que el objetivo de estos elementos es evocar, mediante su sugerencia, un ideal viril, fálico: cierre corporal, rudeza, arrojo, resistencia, dureza, valor, estoicismo, libertad, autodominio, capacidad de domesticar, domar, dominar, penetrar, abarcar y hacer que valga, así como cualidades de interacción social: aprecio por la familia, roles de género bien delimitados en la oposición hogar-vida pública, protección del honor femenino, catolicismo, valoración de la homosocialidad y los espacios agónicos masculinos, iniciativa empresarial y pragmatismo.
Como toda poética, el estilo “chero” o “vaquero” conlleva un performance, una práctica atenta a sus dimensiones semióticas, a sus resonancias evocativas, para configurar un espacio agonístico no desprovisto de placer y altamente homosocial. El éxito de este performance de la yoicidad, que implica la poética masculina regionalista, depende de la capacidad para indentificar el yo con categorías de identidad más amplias. Michael Herzfeld, lo dice así:
En cualquier encuentro, el habilidoso actor alude a propuestas ideológicas y antecedentes históricos, pero cuida en suprimir el sentido de incongruencia inevitablemente creado por tan grandiosas implicaciones, como con cualquier otro tropo, la proyección como una encapsulación metonímica de una entidad más inclusiva descansa en la transgresión de su carácter ordinario. Un performance exitoso de la identidad personal concentra la atención de la audiencia en el performance mismo: se aceptan las pretensiones implícitas porque su mismo carácter extraordinario conlleva una especie de convicción revelatoria (1985, 10).
En este sentido, el chero convoca a creer que su performance es una encapsulación metonímica de algo más grandioso, del mito del agrotitán, del cowboy indómito, del rico ganadero o agricultor que entonces constituía le burguesía regional, del hombre regional por antonomasia. Un tipo ideal o arquetipo masculino que encuentra su espacio de proyección en la cultura de masas, a través del “hombre Marlboro”. Luego, en un plano profundo, lo que el chero invita a creer, y él también pretende hacerlo e incluso lo logra, en la sensación ilusoria en el imaginario, aunque sea fugaz, de ser uno, totalidad, sin fracturas, ambigüedades o incoherencias.
Así como el performance se liga en la vida diaria a una variedad de imágenes, de símbolos, iconos e índices que lo alimentan y validan, el proyecto ideológico de masculinidad regional reproduce y es reproducido en la vida cotidiana por una variedad de anuncios, mensajes de gobierno, publicidad, rituales cívicos, ferias, festejos, espacios recreativos (carreras de caballos, rodeos), objetos, que suelen implicarse configurando así un sistema de significación: imágenes de caballos, cabezas de ganado, atardeceres en el desierto, sahuaros, jinetes, objetos de la indumentaria de los vaqueros, elementos de su trabajo y términos regionales, que sirven para construir el ritual de consumo en restaurantes de carne asada, hoteles, discotecas, programas de gobierno, carnicerías, medios de comunicación, sombrererías, tiendas de ropa o, para significar un estilo hogareño o personal, con objetos en miniatura o calcomanías (Núñez 2010), que también es reproducido a través de prácticas de consumo cultural motivado por la nostalgia, como la compra de terrenos campestres (Moreno 1997).
Asimismo, es necesario mencionar que el regionalismo y la masculinidad regionalista contienen un sin fin de contradicciones marcadas por las antinomias: modernidad versus tradición; regionalismo versus nacionalismo y localismo versus cosmopolitismo, a las cuales la población regional responde de maneras diferentes, incluso la respuesta del rechazo del regionalismo o algunos de sus ideologemas y la adopción de estilos más cosmopolitas: yuppies, “fresas”, roqueros o cholos, o de un estilo casual. No es nada raro sin embargo, que un mismo individuo transite entre los diversos estilos, situación que vale la pena estudiar.14
Sin lugar a dudas, quedan por explorar muchos otros aspectos de tensión y ambigüedad en este discurso regionalista y de género, por ejemplo la presencia, ausencia o inclusión subalterna de lo indígena, lo serrano o la pobreza. Se trata de contradicciones que permean tanto el discurso regionalista oficial como el de los sujetos, como se señaló en Núñez (1993). Como dice Corrigan y Sayer (1993), esa es la función del “Estado idea”, esto es, de los discursos nacionalistas o regionalistas y otros que se utilizan para construir hegemonía y un sentido de “nosotros”, de unidad, a partir de representaciones que construyen un sentido de pasado común, y proveen de coherencia, unicidad y moralidad a las incoherentes, heterogéneas e inmorales acciones del Estado y de sus elites económicas y políticas.
Discusiones finales
El Estado, visto como idea y como sistema participa activamente en los procesos de subjetivación, esto es, de construcción de los sujetos desde su interioridad y, por ese intermedio, de su sujeción a un régimen de poder. Esos procesos siempre han tenido una dimensión de género. Los rituales y rutinas de las instituciones del Estado construyen las subjetividades de género en la mente y en los cuerpos de los sujetos, y los discursos modernizadores, de la tradición, nacionalistas o regionalistas pretenden darle coherencia y unicidad; se articulan con tropos de género, familia y parentesco, para naturalizar un sistema patriarcal, al tiempo en que se dota de moralidad a sus acciones. El Estado ha funcionado como una gran maquinaria de producción del género, de sus ideologías, identidades, relaciones y prácticas, desde los bandos de policía, hasta los discursos de los gobernantes en turno.
A lo largo de la historia sonorense, los procesos de construcción de hegemonía han recurrido a símbolos y significados de género (idioms de género), en especial de masculinidad, con el fin de interpelar los proyectos ideológicos propios, de identidad de género de los sujetos. A partir de la década de 1970 es posible identificar un discurso regionalista sonorense, que recurre a imágenes de ruralidad norteña masculina, a través de objetos de la indumentaria como sombreros, botas, cintos, camisas y pantalones que aluden a lo vaquero, como de actividades que pretenden darle veracidad y autenticidad a dicha propuesta identitaria, como la participación en cabalgatas o en reuniones donde se prepara carne asada. Esta imagen regional, construida tanto con elementos alusivos a la ruralidad norteña como del wéstern estadounidense, se ha usado de manera recurrente por actores políticos en un contexto cada vez más urbano y globalizado, para interpelar a los sujetos y construir hegemonía.
Aunque queda mucho por explorar en relación con la manera que esta propuesta estilística y este personaje social es producto y reproduce la hegemonía social, y queda claro que también el discurso regionalista sobre la supuesta “esencia sonorense”, que el Estado-sistema suele utilizar para enmarcar y legitimar sus propuestas de gobierno. Asimismo, reproduce tanto una ideología de género validada como regional, así como también las relaciones de poder en la vida doméstica y entre los actores sociales en los ámbitos de interacción cotidiana, y naturaliza una noción y una pragmática del poder del Estado. Falta explorar cómo estos elementos de la masculinidad rural adquieren significados nuevos en la medida en que: a) el narcotráfico la fue haciendo suya, al punto de disputarle la autoría en la mente de muchas personas, y b) se desgastan como símbolos de poder pertinentes, vigentes, actuales, en el contexto de las trasformaciones vertiginosas que han traído consigo las tecnologías de la información y comunicación, algo que se preguntan los entrevistados. En todo caso, su vigencia dependerá de su capacidad de presentarse como una alternativa ideológicamente pertinente y coherente con la globalidad y la modernidad, un reto bastante difícil de encarar, aunque no imposible.
Los símbolos de masculinidad rural siguen vigentes en grupos sociales en función de la generación, de su origen rural y clase. Lo chero aún tiene vigencia como vestimenta ritual de la “sonorensidad”, en muchos eventos festivos que sirven como rituales para actuar una identidad regional, como las ferias ganaderas, también llamadas “las fiestas de los vaqueros”, las cuales se han constituido en las referencias simbólicas fundamentales de la cultura popular desde la década de 1980 (Chávez 2004).
Algunos eventos políticos, no muy lejanos, parecen indicar que su uso ha sufrido un desgaste importante en años recientes. En el sexenio del gobernador Eduardo Bours (2003-2009) fue posible atestiguar su trasformación, de un empresario urbanita de clase alta de piel y manos cuidadas, a un hombre de atuendo ranchero, que usaba sombrero, botas vaqueras y montaba a caballo. Como ritual de Estado se organizaron, por cuenta del erario, cabalgatas prolongadas a las que invitaba a los ganaderos y rancheros de pueblos y gobiernos estatales vecinos en una montaje impresionante, donde desplegaba maneras desenfadadas, frases coloquiales como “fierro pa’ Hermosillo”, entonaciones y vocablos regionales y regionalistas. Ocurrió algo similar con el expresidente Vicente Fox, toda su apariencia era la de un hombre sencillo y auténtico de campo, salvo porque alguna vez su caballo, en un arranque de enfado, lo echó a tierra. La intención comunicativa estilística pareció funcional en la configuración de un consenso del que se carecía al principio. A la ciudadanía parecía agradarle tener un gobernante que se asemejaba al representante de un ideal del yo masculino sedimentado largamente en la historia regional.
Al acercarse el fin de la administración de Eduardo Bours, se protagonizó una rivalidad política entre su seguidor, Alfonso Elías Serrano, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), y Guillermo Padrés Elías, un representante del opositor Partido Acción Nacional (PAN), cuyo centro de la polémica fue la imagen proyectada de masculinidad regional de ambos. Mientras Elías Serrano se hizo llamar “el vaquero” y el sombrero vaquero y la ruralidad fueron sus símbolos, su contrincante Padrés le apostó a la imagen del profesionista experto, con una ideología de superación y seguridad personal, y adoptó el lema: “El número uno”, simbolizado por un dedo índice. Los seguidores de campaña del “auténtico vaquero” usaron como estrategia de disuasión la pregunta “¿qué prefieres, sombrero o dedito?”, en una clara alusión sexista y homofóbica, y los contrincantes se solazaban en pintar al “vaquero” como atrasado, pueblerino, tonto, incapaz de gobernar una entidad moderna e incluso cuestionaron su apego al código de etiqueta de la gente de campo: “ante ustedes yo sí me quito el sombrero”, decía el candidato del pan, en una alusión a la falta de “autenticidad” de la hombría vaquera de su oponente. Al final, la realidad de una tragedia como fue el incendio de la guardería abc, donde murieron 49 infantes, desnudó de su armazón estilístico e ideológico al grupo en el poder y dio un vuelco a la que parecía una elección decidida a favor del partido gobernante, el pri. La tragedia y el dolor volvieron superflua la investidura discursiva de Sonora frente a la necesidad de analizar la manera en que operaban sus instituciones y sus políticas públicas. Esto es, volvieron poco relevante el Estado-idea, frente al Estado-sistema. La indignación por la posible implicación del poder político en las causas de la tragedia sacó a multitudes, nunca antes vistas, a la calle a exigir no sombreros, ni discursos de éxito o de hombría, sino la justicia más elemental. Se presenció el quiebre de una hegemonía construida, entre otras cosas, con símbolos rurales, rancheros y masculinos como estrategia comunicativa. Un chiste local lo decía así: “Anuncio clasificado: remato sombreros, camisas de cuadros, pantalones y botas vaqueras”.
En la elección más reciente para gobernador de Sonora, los sombreros tuvieron una relevancia menor. Mientras el candidato por el oficialista y conservador PAN, Javier Gándara Magaña, aprovechó el desfile tradicional, -“manifestación” es el término usado en Hermosillo- de inauguración de la feria ganadera 2015, también llamada “la fiesta de los vaqueros”, para hacer proselitismo en un caballo tan fino como su montura, y vestido con botas y sombrero, la candidata del PRI, por primera vez una mujer, Claudia Pavlovich Arellano, desistió de tales demostraciones. Parece que el deslucido desfile y el escaso protagonismo del sombrero y del traje vaquero en la contienda tuvo que ver tanto con el hecho de que la disputa no se dio en términos de competencia o de identidades masculinas (al ser una mujer la contrincante), y de que uno de los candidatos principales fue un hombre de edad avanzada, como al hecho de que el recurso ideológico-estético regionalista de lo vaquero enfrenta el desgaste propio del discurso repetido hasta el cansancio, y ha perdido fuerza (magia, encantamiento o simasia, como la llama Herzfeld) en su capacidad de interpelar a amplios sectores de la población urbana, en especial a los jóvenes, abiertos como nunca a los aires posmodernos de la experimentación y expertos en el arte del performance. El triunfo de Claudia Pavlovich mostró el debilitamiento de los ideologemas de la cultura política, que vinculaban “naturalmente” la acción de gobernar con la “hombría”, o la acción del Estado con sus ciudadanos como similar a la relación del padre con sus hijos. Su triunfo es, entre otras cosas, un ejemplo de la modernidad cultural y de género alcanzada, expresada en el ámbito de la política regional.
No obstante, en Nuevo León, un individuo llamado “El Bronco”, con sombrero y botas, sedujo desde su candidatura independiente, sus aires de masculinidad recia y rural, a los votantes que en su mayoría lo eligieron gobernador. La hombría seria, adusta, “independiente”, sobria, “sincerota” de la ruralidad norteña -“un hombre hecho y derecho”, “un hombre de verdad no chingaderas”- parece haber ofrecido a los votantes certidumbres ideológico-emocionales en un contexto de corrupción, desgaste de la política, violencia e inseguridad económica. Sería interesante realizar una investigación que permita entender mejor la manera en que los idioms de género y rurales siguen presentes y pueden aún movilizarse, bajo ciertas condiciones, para alimentar la cultura política y los procesos de construcción de hegemonía, incluso en sociedades urbanas e industrializadas en momentos de crisis.
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Notas
1 Gilbert Herdt utiliza el término idiom para referirse al género y lo define como “expresiones características portadoras de significado y estilo emocionales y cognitivos establecidas durante las comunicaciones interpersonales ordinarias” (1981, 14). Aquí se conservó el término original por tratarse de un concepto teórico, ya que el de “expresiones idiomáticas” no capta todo el significado original del autor, en todo caso son significados de género.
2 En los medios de comunicación en Sonora se pueden escuchar noticias de forma cotidiana como: “dos asaltantes de apariencia sinaloense”, o “un individuo sospechoso proveniente del sur del país”.
3 Véase el trabajo de Cheryl Martin (1996) sobre la relación entre políticas étnicas, formas de gobierno y patriarcado en Chihuahua durante el siglo XVIII y principios del XIX.
4 Algunos textos utilizados para apoyar la analogía con Chihuahua, en relación con la guerra contra los indios en el siglo XIX en Sonora, son los de Zúñiga (1948); Velasco (1985); Voss (1982); Acuña (1973) y Fuentes (1991), entre otros.
5 El texto de Fuentes (1991) sugiere la relevancia de la guerra apache para la organización de la vida comunitaria hasta este siglo en poblaciones serranas de Sonora, en la creación de cierta memoria popular y en la construcción de subjetividades.
6 Reglamento de Policía para el Gobierno Interior de Sonora de conformidad con la ley de Marzo de 1837. Ures 1840, en Documentos para la historia de Sonora 1a serie, tomo 2, 395-410. Colección Pesqueira, Biblioteca Central de la Universidad de Sonora.
7 Las instituciones del Estado han tratado poco la acción sobre el cuerpo y las dimensiones lúdicas y placenteras, como parte de la organización del orden de género y, en particular, de las masculinidades. Sin embargo, los trabajos de Foucault (1982); Irigaray (1994) y los estudios de Connell (1995); Seidler (1989) y McBride (1995) son sumamente útiles para empezar a abordar el tema con mayor sistematicidad.
8 El texto de García y Alva (1905-1907) alude a esta poética de gobierno y masculinidad en relación con la exploración a la isla del Tiburón, comandada por el gobernador Izabal. Se trata de una poética que reivindica su superioridad racial blanca y su apego a la modernidad.
9 La “cultura del esfuerzo y el trabajo” fue retomada por el sonorense y candidato a la presidencia de la república, Luis Donaldo Colosio, al momento de definirse en un discurso público. Estos son valores que suele reivindicar la burguesía sonorense y norteña en general, a diferencia de las elites de otras regiones del país, donde el trabajo fue visto como afrenta o castigo divino, como lo señala Carlos Fuentes en su novela Las buenas conciencias.
10 Este es un asunto relevante para entender la relación que existe entre acción del Estado, orden de género (en este caso subjetividades masculinas) en un plano íntimo, de configuración de una economía psíquica como lo señala McBride (1995). El tema del “exceso”, del “rajarse” y del control se abordan en Núñez (2007), en donde se exploran las ideologías y prácticas de la masculinidad rural y norteña de México, y también en Núñez (2013).
11 Algunas referencias al contexto social de esos años están en los textos de Francisco Luna (1989), así como en los estudios de Joel Verdugo (2004). Un tema no explorado que se podría lanzar como hipótesis es que la crisis de hegemonía local, que trajo consigo la imposición de un candidato a gobernador desde el centro del país y el movimiento estudiantil y cívico a que dio lugar, trajo consigo un regionalismo renovado en la cultura, que se expresó en la reivindicación de lo ranchero o pueblerino, en la década siguiente. El contraste entre el traje y la corbata del gobernador Luis Encinas Johnson, de 1963 a 1967, y de rico ganadero con sombrero y botas de Carlos Armando Biebrich, 1973-1976, es al menos digna de estudiarse en este sentido.
12 Esta descripción se elaboró a partir de observaciones personales y de las opiniones de los entrevistados en relación con los cheros.
13 Luna (1989) ya había hecho esa observación.
14 El trabajo de Morúa (1991) explora las actitudes ambivalentes hacia los giros lingüísticos regionales por parte de la población sonorense.