Región y sociedad, vol. 31, 2019
El Colegio de Sonora
Ramón Goyas Mejía ramongoyas@yahoo.com.mxramón.goyas@valles.udg.mx
Universidad de Guadalajara, Mexico
Recepción: 08 Noviembre 2017
Aceptación: 23 Abril 2018
Resumen: El 6 de enero de 1992 fue aprobada la iniciativa de ley que modificó sustancialmente el artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, con consecuencias significativas para el campo mexicano. Para analizar el antes y el después de dichas reformas y su efecto en la organización interna de la propiedad ejidal, se realizó un trabajo documental y de campo para reunir información estadística, histórica y cartográfica sobre el ejido y la localidad de La Cañada, en Jalisco. La originalidad del estudio es que se analizaron los cambios de valoración del uso de la tierra, tras las reformas mencionadas, lo que ha llevado a una individualización creciente, y generado racionalidades nuevas en torno al aprovechamiento de los recursos, antaño comunes dentro de las localidades rurales mexicanas. En conclusión, las reformas al artículo 27 han facilitado la compraventa de terrenos ejidales, aunque no se puede decir que sean una causa directa para que esto suceda.
Palabras clave: ejidos, bienes ejidales, tierras parceladas, tierras ejidales, artículo 27 constitucional, compra-venta de tierras, Ixtlahuacán de los Membrillos.
Abstract: On January 6, 1992, a law initiative substantially amending Article 27 of the Political Constitution of the United Mexican States, with significant consequences for Mexican agriculture, was approved. For the purpose of analyzing the past and present of these amendments and their effect on the internal organization of ejido property, a documentary fieldwork was carried out in order to gather statistical, historical and cartographic information on the ejido and the locality of La Cañada, in Jalisco. The originality of the study is that changes in the assess ment of land use after such amendments are analyzed, and this has led to a growing individualization and generated new rationalities regarding the use of resources, common long ago within Mexican rural localities. The conclusion is that the amendments to Article 27 have facilitated the trading of ejido lands, although it cannot be said that these amendments are a direct cause for this occurring.
Keywords: ejidos, ejido property, parcels of land, ejido lands, constitutional Article 27, land trading, Ixtlahuacan de los Membrillos.
Introducción
En la actualidad, referirse al “medio rural” es aludir a un conjunto de espacios geográficos o zonas en las que se asientan caseríos, pueblos, ciudades chicas y centros regionales, lugares donde hay agricultura, industria pequeña y mediana, comercio, servicios, ganadería, pesca, minería, turismo y extracción de recursos naturales. Por tanto, lo rural ya no es exclusivamente el ámbito agrícola, ni la producción primaria, sino que trasciende lo agrario (Farah y Pérez, 2003; Salas, 2016), y esta pluralización de actividades y de expresiones socioculturales nuevas está relacionada con el efecto del modelo neoliberal mexicano de apertura e integración a la economía mundial (Torres-Mazuera, 2009).
Con la instrumentación en México de políticas neoliberales, como la apertura comercial y el ajuste estructural en la década de 1990, se creó un marco económico desfavorable para el ramo agropecuario, que impactó sobre todo a los pequeños productores rurales. Durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, el 6 de enero de 1992, fue aprobada una iniciativa de ley que modificó sustancialmente el artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Los cambios legales, entre otras medidas, implicaron la supresión definitiva de las figuras de la dotación, ampliación de ejidos y creación de centros de población ejidal, que habían entrado en crisis desde fines de los años setenta, luego de los últimos repartos importantes de tierras, cuando el presidente de México era Luis Echeverría Álvarez. Además, el gobierno dejó de realizar algunas funciones, reestructuró y desapareció empresas estatales, y creó vacíos institucionales que hasta hoy no ha logrado llenar el sector privado, situación que debilitó los mercados de crédito, seguros y servicios agropecuarios.
Con la reforma al artículo 27 constitucional y la nueva Ley Agraria se contempló dar certidumbre a la tenencia de la tierra ejidal y comunal, y así nació el Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (PROCEDE). Con su implementación, a partir de 1993, se buscó fijar los límites de la propiedad colectiva; delimitar las superficies que comprendían el núcleo agrario, las parcelas individuales y los terrenos de uso común; establecer el uso destinado a las tierras; certificar los títulos de derechos agrarios y designar a los sucesores de las parcelas (Torres-Mazuera, 2009, p. 465).
En este artículo no se abordan las consecuencias que tuvieron las reformas al artículo 27 en los ejidos mexicanos, lo que se pretende es analizar la compraventa de terrenos ejidales, y los cambios en la valoración y los usos de la tierra, con claro acento de individualización del espacio, así como las ventajas e inconvenientes generados en el ejido San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada, fundado el 27 de octubre de 1937, y ubicado a unos 30 kilómetros al sur de Guadalajara, en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos, Jalisco. A partir de lo anterior se describen e interpretan algunos de los nuevos fenómenos observados en el ejido de estudio. El trabajo documental y de campo comenzó en 2010, al reunir datos estadísticos y cartografía sobre el ejido y la localidad de La Cañada, y después se buscó información histórica para conocer su trayectoria, desde su fundación hasta la actualidad. El trabajo de campo se inició con entrevistas exploratorias a ejidatarios y recorridos por los potreros y las parcelas, así se fue conociendo con más detalle a los informantes clave. El propósito central del levantamiento de información fue conocer el antes y el después de las reformas al artículo 27 y su efecto en la organización interna de la propiedad ejidal.
Los espacios ejidales, dinámicas comunales e individuales
Con la reforma de 1992 al artículo 27 la propiedad ejidal quedó dividida en tres tipos: tierras de asentamiento humano, tierras de uso común y tierras parceladas. Las primeras están constituidas por la zona de urbanización y el fundo legal del ejido o comunidad, son inembargables, imprescriptibles e inalienables. El área de uso común se integra por los terrenos no parcelados formalmente, ni divididos en solares, a los que solo tienen acceso los ejidatarios y comuneros reconocidos por la asamblea, y por lo regular cuentan con recursos forestales, montes, potreros, bancos de minas o material pétreo y agostaderos explotados en común, aunque son inalienables, imprescriptibles e inembargables. Las tierras parceladas son las que se repartieron de manera individual entre los ejidatarios, comuneros y posesionarios, para que las aprovecharan en actividades agropecuarias (Plata, 2013, p. 23).
Las tierras de asentamiento humano se dividen en dos tipos: a) aquéllas sobre las que el ejido posee derechos mancomunados, como la parcela escolar, o la parcela para fomentar la organización y desarrollo de la mujer campesina en los términos que marca la ley y b) los predios donde se han instalado servicios públicos. En contraparte, luego de la reforma al artículo 27 y las modificaciones a la Ley Agraria, los solares ejidales o predios para la urbanización familiar se pueden inscribir en el Registro Público de la Propiedad con lo que cualquier acto subsecuente, como la renta o venta, pasa a ser regulado por el derecho común sin que la asamblea ejidal tenga facultades para interferir (Plata, 2013, pp. 22-23). Estas tierras, junto con las áreas parceladas, son las que, de modo más evidente, se han incorporado al mercado.
Ante la baja rentabilidad de la agricultura, muchos ejidatarios y comuneros han preferido vender fracciones pequeñas de tierra, y a veces toda la parcela, que seguir sembrando; se trata de un fenómeno complejo, en el que inciden muchos condicionantes. Sin embargo, se tratará de demostrar que tal proceso de venta se ha acelerado, debido a la entrega de certificados parcelarios y la legalización del traspaso de tierras ejidales. Por otro lado, al modificar las normas que regulaban la organización de los núcleos ejidales y debilitar el carácter social de la propiedad ejidal, se generaron nuevas dinámicas de interacción dentro de estos territorios. La trasformación estructural de los espacios agrarios también modificó la relación del ejidatario con las instituciones sociales, que tradicionalmente había implicado una participación colectiva (Flores, 2011), así como una cultura incluyente con respecto al libre acceso de los recursos naturales del ejido (Torres-Mazuera, 2015).
En síntesis, los cambios en la Ley Agraria generaron nuevas regulaciones a fondo de las formas de apropiación territorial ejidal pero, junto con la nueva normatividad agraria repercutieron en otros aspectos, sobre todo en el debilitamiento del carácter corporativo y comunitario del medio rural mexicano y en el fortalecimiento de la individualización, como actitud cultural, acorde con las pautas organizativas del sistema capitalista mundial respaldadas por el Estado mexicano.1 El deslinde de los ejidos y su parcelamiento posterior podría ser uno de los indicadores del debilitamiento de los núcleos comunitarios en México.
Según Torres-Mazuera (2009), uno de los aspectos menos estudiados es la reconfiguración espacial interna que hoy experimenta la propiedad social. El espacio no se debe ver como algo dado, sino como producto de prácticas sociales, ideologías y relaciones de poder que se entretejen de modo dinámico y lo reconfiguran constantemente. En ese sentido, todo apunta a una individualización creciente de la apropiación territorial. Uno de los actores decisivos en la territorialidad es el Estado ya que mediante las leyes, en tanto estructuras formales de autoridad, genera órdenes territoriales y poblacionales que a su vez producen pautas de acción y comportamiento social. La aplicación del PROCEDE en algunas regiones y ejidos de México ha favorecido la parcelación de los grandes bloques, que antes conformaban las extensiones ejidales, y también el cercado de las parcelas. Como lo señalan otros estudios, a la mayoría de los hombres y las mujeres de las localidades rurales se les ha ido excluyendo paulatinamente del disfrute de la tierra y sus productos, porque las áreas ejidales se están convirtiendo en privilegio exclusivo de los ejidatarios, debido a su parcelación (Rodríguez, 2000, p. 156).
La división del territorio en lotes cada vez más pequeños genera otras dinámicas de interacción humana. Las cercas de alambres de púas actuales no tienen nada en común con las antiguas mojoneras, que establecían los límites entre las propiedades ejidales con otras privadas, que eran vecinas. Cuando el espacio ejidal es sustraído del uso comunitario, los cercados se convierten no solo en herramientas para la protección de cultivos o pastizales, sino en emblemas de la privatización individual de la tierra (Cochet, 1991).
La tendencia a eliminar la propiedad comunal y a propiciar el aprovechamiento individual de la tierra no es un planteamiento novedoso, hay corrientes teóricas que han criticado la posesión comunitaria de los recursos. Desde la economía clásica, algunos autores han señalado que una condición indispensable para volver más eficiente el proceso productivo es la propiedad privada de los recursos. Esta posición teórica se remonta al menos a los análisis sobre la revolución agrícola inglesa, de fines del siglo XVII y principios del XVIII, cuyas conclusiones fueron que los cercamientos y las grandes explotaciones capitalistas constituyeron los motores del progreso, al adoptar métodos agrícolas nuevos que intensificaron el uso de la tierra, y rompieron con el régimen comunal del open field.2 Por ejemplo, Adam Smith (2012) ensalzaba la laboriosidad de los colonos estadounidenses al señalar que solo el propietario
[…] que conoce palmo a palmo cualquier porción de su pequeña propiedad, y que la contempla con aquel cariño que naturalmente inspira la tierra, sobre todo cuando se trata de la pequeña propiedad, no solo se deleita en su cultivo y ornato, sino que es, por lo regular, el más activo, inteligente y próspero de cuantos se dedican a realizar mejoras en el suelo (pp. 372-373).
Para Marx, la propiedad privada del suelo no es una opción más del modo capitalista de producción, es su forma de propiedad específica, constituye la condición óptima para su florecimiento pleno. Según Marx, el monopolio de la propiedad individual de la tierra es una condición histórica previa, y sigue siendo la base permanente del modo capitalista de producción. Sin embargo, contrario a las ideas de Adam Smith o de David Ricardo, su planteamiento en el fondo es una crítica a la propiedad privada del suelo. En realidad, Marx plantea que una explotación agrícola racional chocará necesariamente con las barreras insuperables de la propiedad privada, y al retomar a otros autores de su época, dice que cada parte del suelo debería recibir el destino más adecuado en pos del interés general. O, en otros términos, lo ideal sería disponer de cada parte del territorio, de tal modo que colaborara en la prosperidad de todas las demás; pero esta forma de organización no se puede conciliar con la división del suelo en propiedades privadas. En ese sentido, el interés general queda subsumido a la voluntad del dueño de la tierra, quien posee la facultad de disponer de sus bienes de manera casi absoluta (Marx, 1977, pp. 613-615).
Según el planteamiento de Netting, a medida que se intensifica la inversión en un predio es coherente que se busque su explotación privada, dado que se requieren grandes inversiones de trabajo y capital a lo largo de los años para afianzar su productividad. En cambio, la tierra con producción baja o de temporal y con poca intensificación de capital invertido puede permanecer en posesión comunal o con acceso compartido (citado en Rodríguez, 2000, p. 156). Por otro lado, se considera que resulta difícil alcanzar acuerdos generales entre propietarios, sobre todo cuando son numerosos, esto puede ser un obstáculo casi insalvable para llevar a cabo mejoras o cambios en las tierras con régimen comunal (Allen, 2002). Por tanto, para Netting la conversión de una propiedad comunal en una privada es un proceso casi natural que se tiene que seguir, a medida que se acentúa la inversión sobre la tierra y se complejizan las relaciones sociales de producción.
Sin embargo, la crítica a los bienes comunales no solo viene desde la economía clásica, Garrett Hardin planteó la llamada “tragedia de los comunes”, y explicó así la tragedia de los recursos comunes:
Imagine un pastizal abierto para todos. Es de esperarse que cada pastor intentará mantener en los recursos comunes tantas cabezas de ganado como le sea posible. Este arreglo puede funcionar razonablemente bien por siglos gracias a que las guerras tribales, la caza furtiva y las enfermedades mantendrán los números tanto de hombres como de animales por debajo de la capacidad de carga de las tierras. Finalmente, sin embargo, llega el día de ajustar cuentas, es decir, el día en que se vuelve realidad la largamente soñada meta de estabilidad social. En este punto, la lógica inherente a los recursos comunes inmisericordemente generará una tragedia (1968, p. 4).
Según esta perspectiva teórica, cada hombre está encerrado en un sistema que lo impulsa a incrementar ilimitadamente sus ganancias en un mundo limitado (los recursos comunales). La ruina es el destino hacia el cual corren todos los hombres, cada uno en busca de su mejor provecho, en un mundo que cree en la libertad de los recursos comunes, por tanto, ésta resulta en la ruina para todos (Hardin, 1968). Además, plantea que los recursos comunes, si acaso justificables, solo lo pueden ser en condiciones de densidad poblacional baja, ya que es cuando éstos no se pueden vislumbrar como bienes escasos y susceptibles de generar competencia (Hardin, 1968). Luego agrega que conforme ha ido aumentando la población humana los recursos comunes se han tenido que abandonar; primero ocurrió con la recolección comunal de alimentos, con el cercado de las tierras de cultivo y la restricción de las áreas de pastoreo, caza y pesca, que aún no han terminado en todo el mundo.
Sin embargo, lo que se sostiene aquí y se tratará de demostrar, con evidencias empíricas en el ejido analizado, es que la racionalidad de individualizar el territorio al fragmentarlo reorganiza de forma ineficiente los bienes que antes eran más libres para la población local, degrada en mayor medida los recursos naturales, acentúa la inversión de tiempo para el manejo de los recursos con que cuentan los ejidatarios y erosiona el capital social. Este planteamiento se ha ido nutriendo de otros estudios, por ejemplo, según Hubert Cochet (1991, p. 201), uno de los problemas más relevantes de la división y cercado de los predios es el relacionado con la forma de explotación de la tierra. Al analizar el caso de la sierra de Coalcomán, Michoacán, observó que la apropiación privada de los espacios antaño comunales, le impidió a cada familia un acceso legal al “piso ecológico” del territorio, y a una explotación diversificada de sus recursos. El resultado fue que cada unidad de producción se concentró espacialmente, lo que incrementó la vulnerabilidad de los sistemas de producción locales, dado que los recursos contenidos son menos diversificados. Para Torres-Mazuera (2012), las reformas al artículo 27 de 1992, desencadenaron efectos no previstos, como formas nuevas de diferenciación social, lo cual profundizó la desigualdad en el aprovechamiento del territorio ejidal.
El ejido San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada antes de la década de 1990
A partir de 1920 y en el marco del triunfo de la revolución mexicana, diversas poblaciones campesinas jaliscienses que carecían de tierras para cultivo comenzaron a demandarlas. El 27 de octubre de 1920, los vecinos del pueblo de San Antonio Tlayacapan -ubicado a decenas de metros al norte del lago de Chapala- solicitaron tierras al gobierno de Jalisco para conformar un ejido. Esta petición fue turnada a la Comisión Local Agraria, pero la resolución gubernamental tuvo que esperar debido al levantamiento cristero. La dotación de tierras continuó cuando Lázaro Cárdenas asumió la presidencia de la república; las fincas elegidas para ello fueron tres haciendas propiedad de la familia Villaseñor, perteneciente a la elite tapatía, cuyos antepasados pelearon a favor de la corona española, para evitar la independencia de México (Registro Agrario Nacional, exp. 231.3/3/616).
El 27 de octubre de 1937, Lázaro Cárdenas del Río firmó la dotación definitiva del ejido de San Antonio Tlayacapan, con una superficie de 1 946 hectáreas. A la hacienda La Cañada se le expropiaron 458 ha de agostadero y 271 de cerril, a la de Buenavista, 139 ha de temporal y 606 de agostadero laborable y a la de Cedros, 306 ha de cerril y 166 de temporal, con ello se conformaron diversos polígonos que pasaron a manos del nuevo ejido y, dentro de éstos se formaron 171 parcelas, que incluía la escolar (Registro Agrario Nacional, exp. 231.3/3/616).
Este ejido se organizó de modo peculiar, ya que la población solicitante, la de San Antonio Tlayacapan, se encontraba lejos de las tierras con que fue beneficiada; los nuevos propietarios eran prácticamente desconocidos en la zona. Aunque no se señala en los expedientes, una parte de los miembros nuevos del ejido no vivían en San Antonio Tlayacapan, sino en la hacienda La Cañada, donde eran peones y medieros, y cultivaban tierras. Pese a que en un principio ellos se negaron a formar parte del núcleo de solicitantes, algunos ancianos de la localidad cuentan que el dueño de la hacienda los convenció para que también pidieran tierras, ya que veía que el proceso de expropiación era irreversible.
Este origen diverso de los integrantes del ejido original hizo que al final éste se segmentara. El 5 de octubre de 1969 se emitió una resolución presidencial por la cual se dividió el de San Antonio Tlayacapan, y se conformó el de San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada, con ello también se dividieron las tierras; al primero le correspondieron 1 217 hectáreas, para 58 ejidatarios capacitados, y al nuevo 729 ha, para 35 capacitados, más la parcela escolar (Diario Oficial de la Federación, 1993, p. 41).
El ejido San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada está ubicado en una zona donde la pequeña propiedad ha alternado históricamente con la social. Hacia el norte, en la zona metropolitana de Guadalajara y su área conurbada, se configura un espacio propio donde es evidente que va predominando la urbanización. La Cañada es una localidad rural muy vinculada con las actividades agropecuarias. Como se puede ver en la Tabla 1, en 110 años la población a la que pertenece el ejido analizado creció en 214 habitantes (88% con respecto a 1900). A partir de dicho año hubo un decremento, y volvió a alcanzar su número original hasta 1960. Este crecimiento demográfico lento pudo ser la causa de la poca presión sobre los recursos naturales y, junto con ello, el libre acceso a las tierras de uso común por parte de ejidatarios y avecindados, tanto con ganado bovino y caballar como con “coamiles” o “desmontes”, es decir, siembras de roza-tumba-quema de menos de dos hectáreas en las partes más aptas de las áreas montañosas. José, un ejidatario de 64 años dijo:
Antes la gente a la que no le tocó ser ejidataria sembraba en los cerros y nadie les decía [sic] que no lo hicieran. Al contrario, era bueno, porque dejaban su pasturita para los ejidatarios y al mismo tiempo arreglaban las brechas para moverse, sobre todo en tiempos de aguas, eso a todos nos convenía, porque no se compraba gas [doméstico] y de los cerros la gente del rancho sacaba la leña que iba ocupando durante el año.
La siembra libre en zonas montañosas es parecida a la descrita por Torres-Mazuera (2014) en algunos ejidos del sur de Yucatán, aunque en este caso no se trataba de áreas nacionales, sino de tierras ejidales poco aprovechadas hasta entonces, lo que permitió tal situación obedecía más a arreglos institucionales internos dentro de la localidad de estudio, que a la disponibilidad de tierras realmente baldías.
El ejido San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada fue dotado, desde su fundación en 1969, con 729 hectáreas de temporal distribuidas en dos polígonos, uno de 458 y otro de 271. El más amplio comprende unas 350 ha semiplanas, parceladas desde que se hizo la dotación original, y aunque al principio eran muy pedregosas, poco a poco las fueron limpiando y adaptando para trabajarlas con maquinaria; esta área a su vez fue dividida en dos secciones, con un cerco de alambre de púas. Para optimizar el uso de ambos espacios, hasta antes de la reforma al artículo 27, los ejidatarios rotaban un año la siembra de un bloque, y al siguiente lo dejaban descansar, y cultivaban en la otra mitad. Con ello, aparte de recuperar la fertilidad del suelo, dicho predio servía de agostadero para los hatos ganaderos, de junio a diciembre, en lo que se cumplía el ciclo de siembra y cosecha del maíz, principal cultivo local. La paja de la siembra que quedaba al levantar la cosecha era de uso común, sin importar la cantidad de animales que cada ejidatario tuviera, incluso se permitía que otros vecinos apacentaran su ganado, esto a veces ocasionaba fricciones entre quienes cultivaban más terreno y tenían pocas o ninguna cabeza de ganado. Las otras tierras de este polígono, compuestas por 59 ha montañosas, desde siempre fueron catalogadas como de uso común y han servido de agostadero, pero también se permitía que en ellas se sembraban espacios pequeños con coa y azadón, sobre todo por los campesinos que no tuvieron la fortuna de pertenecer al ejido o ser pequeños propietarios.
Las demás tierras ejidales se agrupan en un polígono de 271 ha, ubicado al norte de La Cañada. Todo este predio es cerril con pendientes superiores a los 45 grados, en promedio, fue cultivado ocasionalmente mediante el sistema roza-tumba-quema. Desde que se fundó, y hasta los años ochenta, el ejido sirvió para agostadero común del ganado de los miembros, sobre todo durante el periodo de lluvias, y se puede decir que la superficie cultivada por ciclo anual no pasaba de cinco hectáreas, en promedio, por cada ejidatario y su familia, desde su fundación y hasta los años ochenta. Aunque el rendimiento en maíz fuese óptimo en un año de buen temporal (de entre cinco y siete t/ha), la cosecha por familia pudo ser de entre 15 y 20 toneladas de maíz y algo de frijol, cultivo que se tendió a abandonar por la gran cantidad de horas de trabajo que implicaba limpiar de maleza un predio ya que, al no utilizar herbicidas de hoja ancha, el trabajo se tenía que hacer a mano. Entonces, con base en las características naturales del territorio, se comprende por qué, hasta principios de los años noventa, el crecimiento demográfico era escaso, predominaba el cultivo de maíz de temporal, la ganadería era muy significativa y complementaria en la economía familiar y más de la mitad de la superficie ejidal se dedicaba a la cría de ganado.
Uno de los elementos más importantes es que esta forma de explotación del espacio permitía, por un lado, el uso casi común de las tierras (excepto las parceladas en periodo de siembras), donde tenían más cabida los campesinos que no integraban el ejido, pero que eran familiares de sus miembros.3 Esta comunión de actividades entre ejidatarios, en especial en lo referente a la ganadería conjunta, demandaba pocas horas de trabajo por ganadero, ya que cada bloque de tierras de agostadero, además de ofrecer pastos o forraje, tenía un área donde el agua era común, para que los hatos de reses abrevaran con libertad. Bastaba con arrear el ganado al potrero destinado para su mantenimiento, y de vez en cuando vigilar que no se perdieran reses o se murieran por falta de rastrojo o pasto, que tuvieran alguna enfermedad o sufrieran picaduras de animales ponzoñosos, esto lo podía hacer una sola persona, ya que por las marcas de herrar se conocía el ganado de todos los vecinos.
Por otro lado, al menos una vez al año se tenían que llevar a cabo actividades conjuntas entre los miembros del ejido para reparar los cercos de piedra, heredados del tiempo de las haciendas porfiristas y de los alambrados de más reciente creación, que circundaban los grandes polígonos ejidales. Jesús, un productor que por dos ocasiones ha sido presidente del comisariado ejidal, dijo que:
Antes se tenían que hacer varios trabajos entre todos. De ley estaba lo de reforzar los lienzos, pero también en las secas nos juntábamos para arreglar los alambrados o para desazolvar las atarjeas. Aunque para lo que más se juntaba la gente, fueran o no ejidatarios, era para apagar la lumbre cuando a alguien se le iba en el cerro. No faltaba quien arrimara vino o tequila y pues era bonito porque aparte de que se cuidaba que no se quemara el monte, había más convivencia que ahora. Otro jale que se tenía que hacer entre todos era lo de juntar el ganado y bañarlo para [desparasitarlo de] las garrapatas; ahí le entraban sobre todo los que tenían caballos, los muchachos nuevos a veces hasta jineteaban los becerros o toros que bajábamos de los cerros y aquello acababa casi en fiesta.
Más que formas idílicas de convivencia, lo que se percibe en los testimonios sobre los modos de asociación que permeaban hasta antes de la implementación del PROCEDE son actitudes colaborativas coherentes, con respecto al modelo de organización del territorio; por ejemplo, controlar colectivamente un incendio forestal era un acto que para los participantes implicaba legitimar su acceso a los montes para la saca de madera, leña, pastos y otros recursos, además de fortalecer las redes de cooperación entre vecinos. Integrarse a las tareas comunales debió ser un acto pragmático, ya que potenciaba la obtención de beneficios de retorno, y el fortalecimiento de los lazos de pertenencia a la colectividad.
El ejido San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada, después de las reformas al artículo 27 constitucional
En 1997 ocurrió la medición y certificación parcelaria en el ejido de San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada sin mayores problemas, y en la actualidad se encuentra en un proceso de pulverización territorial y en una disociación de formas de interacción social, antaño predominantes. Los ejidatarios solicitaron la entrada del PROCEDE para el deslinde del área parcelada, que desde hacía tiempo aprovechaban de forma individual. Asimismo, se llevó a cabo la medición de las tierras mancomunadas, es decir, las áreas montañosas de agostadero, sobre lo que un ejidatario fue enfático cuando dijo: “A mí se me hizo bien que nos dieran a cada quien lo suyo. Así, pues según las ganas que le eches es lo que vas a sacar. Ya [antes] había pleitos porque había quienes se beneficiaban de los otros, ahora no, cada quien es libre de hacer con lo suyo lo que quiera”.
El polígono de 458 ha se dividió en 149 predios, pero se respetó un espacio de 59 ha de tierra de uso común. Las parcelas más grandes miden entre seis y siete hectáreas, las más pequeñas son de menos de una; la extensión promedio por parcela es de 2.4. Todo el polígono de 271 ha, que si bien es de tierra cerril, con pendientes pronunciadas y difícil de aprovechar, incluso como agostadero, se fraccionó en 34 franjas verticales de poco menos de ocho ha, a raíz de la medición y entrega de certificados parcelarios en 1997. Con esta medida se intentó aprovechar de manera más intensiva tierras que antes servían como agostadero para todos los ejidatarios, aunque casi inmediatamente muchos, sobre todo los más jóvenes, comenzaron a vender los predios que les tocaron por sorteo. Así, de 1997 a 2017, se vendieron 11 de las 34 franjas, una superficie aproximada de 85 hectáreas, porque no le veían provecho a esas laderas, según un productor local “[…] ya casi nadie quiere trabajar como antes, y pues ahí no se puede meter maquinaria. Aunque algunos ejidatarios viejos han preferido vender y gastarse el dinero o guardarlo en el banco, porque ahorita está cabrón [sic], a veces se quedan solos y nadie ve por ellos […]”.
En la Tabla 2 y 3 se destacan algunos datos relevantes: de 668 hectáreas parceladas en los dos polígonos, alrededor de 24 (menos de 4% de la extensión) se habían vendido en 60 años, desde 1937 en que se conformó el ejido, hasta 1997, cuando se midieron sus predios y se entregaron sus respectivos certificados de tierras. Luego, de 1998 a 2017, se vendieron otras 168 ha, lo que equivale a 25% del total parcelado; mientras que de 1937 a 1997 se vendieron 4 ha por década, y de 1998 a 2017 fueron 84.
Si bien el mercado de tierras existía antes de la implementación del PROCEDE, es indudable que luego de la certificación de las parcelas se disparó la venta de predios en el ejido estudiado; proceso que no ha sido lineal ni homogéneo, ni siquiera por la presión que ha ejercido históricamente la urbanización del área metropolitana de Guadalajara, sino que presenta un claro despegue a partir de fines de los años noventa. Por tanto, se puede pensar que, aunque el mercadeo de tierras ejidales ha sido casi inherente a la fundación de los ejidos, sí funcionaron las restricciones constitucionales para inhibir la venta masiva de tierras. En la actualidad, cerca de 30% del total de la tierra parcelada de este ejido ya no pertenece a sus dueños originales. Desde una perspectiva simbólica, como lo señalan Concheiro y Quintana (2003), la tierra, más que una mercancía, es un referente de identidad, es un reconocimiento de una autoridad social, al mismo tiempo que patrimonio, base de residencia, recuerdo familiar, fuente de prestigio y soporte de poder político, por lo que su venta constituye una de las trasformaciones más profundas de la vida rural, sobre todo en el ámbito familiar.
Estos fenómenos van de la mano con otros procesos que escapan al control y a veces a la comprensión de los habitantes locales. La Cañada, como otras poblaciones rurales de México no ha estado exenta de la presión ejercida por la globalización, sobre todo en los aspectos económicos y culturales. Así, aunque sus habitantes lo ignoren, en el precio del maíz que ellos venden inciden las políticas de importación sobre el grano; sin saberlo, intentan competir a escala internacional con agricultores como los estadounidenses, cuyos costos de producción son bajos debido al uso intensivo de tecnología, a que sus escalas por unidad de producción son mayores y porque cuentan con subvenciones gubernamentales cuantiosas.
A los procesos macroeconómicos e institucionales que atraviesan la dinámica de las localidades rurales mexicanas, como el desmantelamiento de los organismos estatales, que antaño respaldaban la organización y la producción agrícola y ganadera (Torres-Mazuera, 2012), se añaden las expectativas nuevas de la población joven, cuyo común denominador es vincularse a las actividades agrícolas por necesidad no por vocación. El acercamiento a la vida urbana, mediante tecnologías innovadoras, por ejemplo, genera nuevos intereses, formas de ser, de vestir y de relacionarse, lo cual rompe con patrones culturales tradicionales. Las causas y consecuencias de estos cambios en la dinámica ejidal requieren ser estudiados con más profundidad.
Aunque la venta de tierras está relacionada con las necesidades económicas de los ejidatarios, otro factor que se habría de tomar en cuenta es la tercerización de la economía local, pues muchos prefieren dedicarse al comercio o los servicios porque son actividades menos riesgosas, les reditúan más ganancias y exigen menos esfuerzo físico, que la siembra del maíz. Vale destacar que a diferencia de casos analizados en otras regiones de México, la venta de predios no se concentró en los años inmediatos a la certificación implementada por el PROCEDE, entre ejidatarios que ya no estaban interesados en el cultivo de sus parcelas o que habían emigrado, sino que se ha dado de forma constante debido, más bien, a las necesidades económicas de los propietarios y a la presión de compradores externos al ejido y a la localidad, a pesar de que legalmente estaba prohibida la enajenación y, en teoría, solo se debía realizar con otros ejidatarios o avecindados (Torres-Mazuera, 2015).
Un aspecto particular de la compraventa de tierras ejidales en el área es el referente a las transacciones para uso habitacional. En el caso de los lotes vendidos, salvo los 35 predios del fundo legal, los cuales contaban con certificados de propiedad, el resto no posee documento jurídico alguno de compraventa. La razón fundamental es que son parte de parcelas que cuentan con un solo certificado parcelario. Entonces, la venta se llevó a cabo de forma irregular, amparada en la palabra del ejidatario dueño, o en documentos simples, con firmas de ambas partes y avaladas por el presidente del comisariado ejidal. Algunos de los lotes que estuvieron originalmente destinados para fundo legal, ubicados a poco más de un kilómetro de La Cañada, entre 1997 y 2017 se han revendido más de 15 veces, es decir, han servido para especular, en aras de obtener alguna ganancia adicional.
Sin duda, la venta de lotes está relacionada con la pobreza de los ejidatarios; muchos lo han hecho para pagar deudas, porque están enfermos o para sostenerse, dada su edad avanzada. Además, la venta de lotes, a diferencia de parcelas completas, potencia la entrada de recursos. En 2015, si el precio de una hectárea cercana a los caminos principales oscilaba en un millón de pesos, si se vende en forma de lotes, puede generar más de 4 millones,5 sin embargo, ninguna parcela se fraccionó para casa habitación, lo que se observa es el fraccionamiento discreto y paulatino. Un ejidatario comentó que hacía más de 15 años había empezado a vender lotes, de uno en uno, ya llevaba ocho fraccionados en su propiedad. La relativa facilidad para acceder al área, desde Guadalajara u otros lugares, también contribuye a la compraventa de predios, los cuales tienden a ocuparse con casas de campo residenciales. Por lo general este tipo de viviendas se distingue de las casas habitación locales por su mayor lujo y suntuosidad, aunque por su dispersión representan un reto para el acceso a recursos básicos como luz eléctrica, agua potable y drenaje.
Otra práctica recurrente es la renta de tierras, relacionada con el incremento de la posesión de parcelas ejidales por parte del sector femenino (mujeres viudas o separadas del marido, que trabaja en Estados Unidos), lo que en el ejido analizado contradice la idea de que la certificación de derechos parcelarios atentó contra el empoderamiento del sector femenino en lo relativo a la tenencia de la tierra ejidal. En las entrevistas de campo, una ejidataria expresó:
Mi marido se fue para Estados Unidos porque no ajustábamos con lo que aquí sacaba. Al principio él me mandaba algo de dinero y rentábamos sus tierras, de eso me ayudaba para irla pasando; pero luego me animé a sembrar una parcela con ayuda de mis parientes; no me fue tan mal, ahorita yo me encargo de todo; él me manda algo de dinero cuando puede, pero siento que ya no me hace tanta falta como al principio, de hambre no me muero.
Las hermanas María, de 41 años, y Ana Paula, de 49, señalaron:
De las tierras de mi papá nosotros nos encargamos. Él ya por su edad no puede decidir y mis hermanos mejor ni se meten, aunque alguna vez llegamos a pelearnos feo. Nosotros nos hemos llevado la friega de cuidarlo ahora que él ya está muy enfermo, es justo que saquemos de allí [de la renta de la tierra] al menos para sus medicinas.
En 2011, la renta de una hectárea de tierra era de unos 2 000 pesos; para 2017, el pago promedio aumentó a 3 000. Además de la renta, el dueño se beneficia con los recursos del Programa de Apoyos directos al Campo, que es gubernamental, y cubre casi toda la superficie cultivada. Dado que este sistema no exige inversión, y el que aprovecha el terreno absorbe todos los riesgos posibles, la renta de tierras es constante. Sin embargo, obliga al verdadero dueño a buscar fuentes de ingreso alternativas en el ejido analizado, ya que la renta de sus pocas hectáreas jamás será suficiente para cubrir el gasto familiar anual.
Es interesante observar cómo la cultura patriarcal se alinea con las nuevas modalidades de posesión y de toma de decisiones. Así, cuando la mujer es propietaria lo usual es que deje en manos de su pareja o de sus hijos varones el control de la parcela, aunque también tiene injerencia en lo que se decida sobre los predios. No pasa lo mismo cuando el propietario es el hombre, ya que él a veces vende, renta o decide por su cuenta. Con todo, las mujeres poco a poco han logrado cierto empoderamiento. Así, aunque en el ejido de estudio todavía no ha habido una presidenta del comisariado ejidal, algunas ejidatarias han logrado tener otros puestos de representación, según Rosa María:
[…] al principio me daba pena estar en la mesa del ejido [ser parte del comisariado ejidal], ya que pensaba que eso era cosa de hombres, pero me animé y creo que hice bien mi trabajo porque nadie nunca se quejó de cuando fui tesorera.
Ahora se analizará el funcionamiento interno de los polígonos del ejido o lo que queda de ellos. Salvo en un área pequeña, los linderos de los polígonos del ejido San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada, están marcados por vallas de piedra centenarias construidas pacientemente desde la época colonial (ver Figura 3). Estos cercos kilométricos eran los límites de las posesiones territoriales del mayorazgo Villaseñor y su rosario de haciendas.
Luego del reparto agrario, el uso del alambre de púas ganó popularidad, por ser más barato y rápido de instalar; se utilizó para cercar casi todos los terrenos, entre 1997 y el año 2000, aunque todavía en 2017 permanecían dos o tres parcelas sin cerco. Se trataba de propiedades cuyos dueños emigraron a Estados Unidos y las dejaron prácticamente abandonadas, por lo que pronto las invadió la maleza.
Si bien los 35 ejidatarios deberían ser los dueños formales de cerca de 13 hectáreas, sus tierras nunca conformaron un solo bloque, quedaron diseminadas a lo largo y ancho del polígono ejidal, mediante esta forma de reparto se buscó que a todos les tocaran tanto tierras, más o menos fértiles y planas, como áreas menos propicias para la agricultura. Esta dispersión ha limitado claramente el uso de tecnología, como tractores o cosechadoras, aumenta los costos de traslado, hace intensivo el uso de cercos y, en general, desaprovecha más la tierra cultivable por las brechas que se tienen que dejar para llegar a cada parcela y por los callejones, de entre dos y cuatro metros, que se dejan en los predios, en cada orilla cercada.
A fines del siglo XIX, Karl Kautsky, al comparar la propiedad grande y pequeña, observó que la agraria, con su división paulatina, tendía a volverse cada vez más miserable, lo cual obligaba a los dueños a recurrir a trabajos suplementarios para mantenerse, lo que ahora se conoce como minifundio. Este fenómeno no estaba determinado por el tipo humano, sino por las extensiones de la tierra (2002, pp. 132-133). Según Kautsky, cuanto menor era un predio, tanto mayor sería la extensión de sus lindes en relación con su superficie. Por tanto, para cercar 50 fracciones de 20 áreas en cuadro (que sumadas son 10 ha), se requerirá siete veces más de empalizadas y de trabajo, que para una sola de 10 ha (2002, p. 108). A medida que la tierra se tiende a fraccionar hay también más pérdida de superficies improductivas, debido a los cercos. Con un cerco de 20 cm de ancho, para delimitar un terreno de 10 ha, se pierden dos áreas, mientras que para 20 fracciones de 20 áreas (que suman 4 ha) se perderían 18. En síntesis, para Kautsky, entre más pequeña sea la propiedad mayor será el desperdicio de recursos, lo cual solo se puede tratar de complementar con más cuidado en el trabajo del predio, con la sobriedad del productor y, sobre todo, con la sobreexplotación de la mano de obra familiar, lo que representa también un desperdicio de energía humana.
Además de desaprovechar más terreno, otra desventaja de cercar las propiedades es la gran cantidad de árboles que se cortan cada ocho o diez años, para obtener postes y dar mantenimiento a los alambres de púas. En las parcelas de los ejidos muestreados, la separación entre los postes de los cercos es de entre 1.5 y 2 metros de distancia, pero a veces es de uno o menos. Cercar una sola parcela, de 100 por 100 metros (una hectárea cuadrada), demandaría la tala de hasta 400 árboles. Luego de la expedición de certificados ejidales, para los 182 predios del ejido estudiado, se tuvieron que tender poco más de 145 kilómetros de alambrados, lo que implicó talar más de 70 mil árboles para los postes. Si esta madera se tiene que renovar cada 10 años, el mantenimiento de los cercos implica la tala de alrededor de 7 000 árboles jóvenes cada año.
El cercamiento de parcelas incentivó que la tierra se usara de forma más intensiva, aunque no incrementó mucho el empleo familiar, debido a que este proceso se cimentó en el uso masivo de semilla mejorada, tractores, fertilizantes, pesticidas y cosechadoras.6 En la actualidad, casi todas las parcelas se cultivan anualmente, es decir, el cercado duplicó la extensión agrícola ejidal tradicional, también propició mayor esmero en el cuidado de los predios y la innovación en cultivos (girasol, limón, chía y tomate, aunque en pequeña escala), y acentuó el empleo de maquinaria pesada para siembra y cosecha. Además, muchos ejidatarios entrevistados consideraron que el cercado de parcelas hacía que el uso y el disfrute de los recursos fuera más justo, en virtud de que cada uno podría disponer de los beneficios por el cuidado de sus terrenos, y dejaba a la iniciativa y condiciones individuales sembrar o no su predio. Sin embargo, la aparición de las cercas de alambre de púas, el equipamiento y la mejora de la infraestructura de forma comunitaria dieron paso al trabajo individual y familiar, lo cual tendió a aumentar los costos. El mantenimiento de los cercos puede servir para demostrar la intensificación del trabajo familiar, que hoy demanda al año por lo menos una semana de labor de un peón en una parcela.
Desde una perspectiva cultural, las divisiones del espacio también vuelven extraño el entorno y aun hostil lo que no es propio. Al dividir el territorio, mucha de la problemática común del ser humano también se particulariza, por ejemplo, un área boscosa que se torna privada -más allá de las leyes restrictivas que tiendan a su conservación- puede desaparecer con facilidad, o al menos quedar a merced de la decisión de su dueño, y los efectos son públicos. El conflicto entre el interés público y el privado es una de las contradicciones más evidentes de las políticas neoliberales en las que se inserta la reforma al artículo 27, de 1992. Al respecto, en el ejido de estudio se observa, de modo evidente, la pérdida de especies animales y vegetales, sobre todo por la introducción de praderas y la intensificación del aprovechamiento de áreas que antes fungían como agostaderos comunes, como las partes accidentadas de los cerros. En el ámbito cotidiano, si bien la ley contempla espacios territoriales comunes, simbólicamente también se han tendido a privatizar y se considera, por ejemplo, que el mantenimiento del tramo de la brecha que pasa a la altura de la parcela X, le corresponde al dueño de ésta. Esa descarga de responsabilidades ejidales comunes ha llegado a generar actitudes de apropiación, que se vuelven conflictivas al bloquear los accesos en brechas al argumentar una pertenencia real.
Uno de los aspectos más problemáticos sobre las actividades en el ejido San Antonio Tlayacapan, anexo La Cañada es la escasez de agua. Cuando se comenzaron a alambrar las parcelas ejidales, se tuvo que reorganizar la dinámica familiar para atender los hatos de reses. Se incrementó la cantidad de horas que la familia le tenía que dedicar al cuidado del ganado y a darle agua. Del tránsito libre y poco oneroso de los semovientes, se pasó a los encierros de los hatos pequeños en parcelas y lotes. En la actualidad, el ganado bovino y caballar le exige a una persona al menos dos horas diarias para llevarlo a beber agua a las fuentes más cercanas, y regresarlo a su encierro. Los horarios para dicha actividad no son flexibles, se llevan a cabo en las horas de más calor, lo que obliga al productor a ser muy cuidadoso con sus rutinas de trabajo y de descanso. A medida que trascurre el tiempo de secas, y escasean las fuentes de agua tradicionales para el ganado, los recorridos para encontrarla se hacen más largos y demandan más tiempo. Los productores que están cerca de la red de agua potable de La Cañada han optado por contratar tomas de agua domiciliarias, construir aljibes o comprar “comederos”, es decir, cuencos de metal para dar de beber a sus hatos de reses, sin embargo esta opción, además de incrementar costos, es restrictiva en cuanto a que pocos ejidatarios tienen parcelas en el área y la elevación apropiada para este beneficio; otra estrategia que poco a poco se ha generalizado es la compra de pipas de agua, sin embargo pocos tienen lugar para almacenarla. Algunos compradores de tierras, externos al ejido analizado, han excavado pozos profundos y así han resuelto su problema de abasto de agua, aunque esto no ha reportado beneficios para el común de la población rural local; al contrario, muchos habitantes creen que debido a ello el río Los Sabinos se ha ido secando.
Por otro lado, la nueva Ley Agraria propició el surgimiento de una estratificación jurídica novedosa, compuesta por más sujetos agrarios: ejidatarios, posesionarios, avecindados y pobladores (Torres-Mazuera, 2009); a medida que pasa el tiempo los primeros tienden a ser minoría. Aún se conservan 35 ejidatarios, en contraparte, La Cañada se compone de unas 130 familias, es decir, poco más de una cuarta parte de los jefes o las jefas de ellas tiene el privilegio de ser ejidatario, lo que acentúa las diferencias por el usufructo del territorio con el resto de la población, que todavía tiende a practicar la siembra de roza-tumba-quema y la recolección de piedra, madera, leña y productos alimenticios como nopales y camote blanco, en los pocos espacios que no se han privatizado.
En cuanto al trabajo y la organización social, con la privatización de la tierra se acentuó la atomización de las familias de ejidatarios. Como lo han señalado algunos teóricos, las comunidades no se forman cada vez que un grupo de personas interactúa en forma ocasional; las verdaderas están unidas por valores, normas y experiencias compartidas por todos sus integrantes. Cuanto más profundos son estos valores y se sustentan con más firmeza, tanto más intenso será el concepto de comunidad (Fukuyama, 1999). Sin embargo, con las nuevas reformas ejidales desaparecieron modalidades de cooperación en tareas comunes como desparasitar ganado, levantar la cosecha, dar mantenimiento a cercados, caminos o cunetas, que antaño se llevaban a cabo en grupos organizados, hoy para realizarlas solo se involucra a la familia inmediata o se hacen de modo individual. Este escenario, que algunos han querido ver como un fortalecimiento de la familia, al constituirse en el espacio nuevo donde se decide el mejor uso de los predios (Plata, 2013, p. 19), en realidad acentúa las diferencias en torno a problemas que pueden ser comunes y susceptibles de ser resueltos colectivamente. Un presidente ejidal comentaba que, a diferencia de hace unos 30 años, hoy es muy difícil que los ejidatarios concurran a faenas colectivas en bien del ejido. Las asambleas mensuales han dejado de tener importancia. Cuando se ahonda en este tipo de relaciones, de manera implícita se reconoce una erosión severa del capital social ejidal, que se entiende como la suma de valores y lazos organizacionales compartidos, una de las pérdidas más difíciles de medir luego de las reformas al artículo 27.
Conclusiones
A manera de reflexión final, para el caso analizado se puede decir que, tras las reformas al artículo 27 se aceleró la compraventa de tierras ejidales, lo cual coincide con lo encontrado en estudios de otras regiones de México. Si bien no se puede decir tajantemente que la causa directa sea la reforma al artículo, y la implementación de PROCEDE, es posible afirmar que estas trasformaciones legales han facilitado los mecanismos de venta, gracias a la seguridad que otorga a los compradores, que por lo común provienen del ámbito urbano y no del seno de la misma localidad, quienes adquieren la categoría de “avecindados” solo de nombre, puesto que no viven ni interactúan con los ejidatarios y la población local.
Una de las dificultades más graves que plantea el capitalismo moderno es la dicotomía entre la individualización de los recursos y el impacto social que ello conlleva. Se puede decir que se socializan los problemas y sus efectos, pero en última instancia los orígenes son privados. En el área de estudio se observa la deforestación y alteración de los ecosistemas, debido al parcelamiento de superficies que habían sido comunes. Si bien las bases actuales para una gestión adecuada del territorio giran en torno a un manejo responsable de los recursos naturales y la protección del medio ambiente, lo cual debería ser compatible con la satisfacción de las necesidades crecientes de la población y con el respeto a las diversidades, formas y estilos de vida local (Sanabria, 2014), en el ejido analizado se puede ver con claridad que hay una alteración profunda del área parcelada. El arbolado de las tierras de uso común no ha sufrido una tala sistemática, aunque sí el sobrepastoreo de bovinos, ya que no existen normas que regulen alguna cantidad máxima de cabezas de ganado por ejidatario que pueda agostar en este espacio. Estos fenómenos están relacionados con criterios normativos nuevos, como la falta de regulación de los recursos naturales dentro de los núcleos agrarios (Torres-Mazuera, 2014). El cercado de las parcelas, además del desperdicio de terrenos, fortaleció la deforestación de ciertas especies, como el palo dulce (Eysenhardtia polystachya) y el mezquite (Prosopis glandulosa) que, por su resistencia, son las que más se utilizan como postes para los alambrados.
Como lo han destacado Concheiro y Quintana (2003), la racionalidad campesina en torno al valor de la tierra va más allá del aspecto meramente económico, los predios ejidales son mucho más que una aglomeración de unidades productivas, dichos espacios constituyen un elemento de cohesión e identidad de los grupos sociales rurales, que hoy está en crisis. Si bien se observan fenómenos que se podrían valorar como positivos, por ejemplo, que más campesinas se vayan incorporando a las actividades económicas, sean o no agropecuarias; las nuevas lealtades generadas, a raíz de los cambios legales al artículo 27, discriminan otras formas de organización de índole tradicional. Según Torres-Mazuera (2012), la trasformación de las instituciones formales que regulaban el ámbito rural incidieron en la tenencia de la tierra y también en el sistema de valores, la organización y las subjetividades de los habitantes del campo. Aquí se coincide con otros autores en que se han debilitado los sistemas de cargos, las fiestas patronales, los trabajos comunitarios, las asambleas y otras obligaciones institucionales, que destacaban como los rasgos característicos del medio rural (Flores, 2011). El sistema ejidal se mantiene, pero choca de frente con las nuevas formas asociativas, impulsadas desde la iniciativa privada, con fines diferentes a los objetivos primarios de la propiedad social. En otros términos, pareciera que los cambios tienden a privilegiar un modelo de acción individual o, a lo sumo, familiar en detrimento de las actividades comunitarias que generen mayor capital social local.
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Notas
1 El proceso de individualización se entiende como la trasformación de las instituciones sociales y el carácter de la relación entre individuo y sociedad, en la que el primero deviene en un sujeto reflexivo y constructor de su propia biografía. Así, la individualización se caracterizaría por la desintegración de formas sociales anteriores (la clase, el estatus, los roles, la familia, la vecindad); por el colapso de las “biografías normales”, de los modelos de referencia sancionados por el Estado, ya que estas pautas pasan a ser suministradas por los individuos, importadas en sus biografías mediante acciones propias (Flores, 2011, p. 217).
2 Una crítica a tal posición teórica se puede ver en Allen (2002, pp. 13-32).
3 Diversos especialistas en cambios agrarios han destacado esta característica constitutiva de los ejidos hasta antes de las reformas de 1992 (Velázquez, 1999).
4 Esta versión del Mapa digital de INEGI contenía una capa de información sobre la propiedad social, es decir, la cartografía elaborada como resultado de la implementación del PROCEDE, la versión 6.3 ya no cuenta con esta cartografía.
5 Esto, si se considera que en una hectárea se pueden generar alrededor de 40 lotes, de 10 por 15 metros, con un costo promedio aproximado de 100 mil pesos o más por cada uno, que incluye las entradas o calles respectivas.
6 Las primeras cosechadoras comenzaron a incursionar en el área a fines de los años ochenta, hasta entonces la pizca del maíz se llevaba a cabo de forma manual. Hoy, la recolección manual del maíz solo se realiza en terrenos muy pedregosos o accidentados.
Notas
Cómo citar: Goyas Mejía, R. (2019). Trasformaciones y dinámicas espaciales en un ejido del centro de Jalisco. región y sociedad, 31, e1007. doi: 10.22198/rys2019/31/1007