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Luis González: el taller, la verdad y la gracia*

 

Adolfo Gilly**

 

** Correo electrónico: agilly@servidor.unam.mx

 

Para Mathilde,
niña de los asombros y de los gatos

 

El doctor Luis González y González —don Luis, en lo que sigue— tiene entre muchos otros un libro sencillo y capital: El oficio de historiar (1988), que a tantos nos ha guiado por el sendero de la enseñanza de la historia. Desde el título mismo, don Luis se declara artesano con taller y oficio: un oficio que pide el rigor del conocimiento científico y el refinamiento de la expresión artística. De don Luis y de este oficio quiero hablar hoy, según sucede a quienes comparten un arte, sean aprendices o maestros, orfebres, pintores, ebanistas, poetas, pescadores, actores itinerantes o historiadores, que cuando se juntan se ponen a conversar de sus mesteres.

"A los historiadores les encanta presentarse como artesanos, como gente de arte", anota Antoine Prost (1999), historiador, en un ensayo sobre las prácticas y los métodos de la historia."Bloch habla de sí mismo como de un 'artesano, envejecido en el oficio' [...] Este tipo de metáforas florecen entre los historiadores de todos los países y todas las épocas. Según ellos, se requiere un largo aprendizaje para hacerse historiador. Es un oficio que, en cierto modo, se aprende en el hacerlo".

Esta coquetería de los historiadores, me parece, es propia de todos los gremios que trabajan sobre la materia con el cuerpo y con las manos. Pero si alguien extraño al gremio o aprendiz del oficio toma demasiado al pie de la letra la afirmación, hasta el más artesano de los historiadores salta a responderle que, al igual que en las ciencias de la naturaleza, el conocimiento histórico se sustenta en pruebas, es riguroso en cuanto a la selección, la evaluación y la crítica de sus evidencias y, como recuerda E. P.Thompson, tiene su propio "discurso de la prueba" y su modo particular de presentarla. Say no more: no digas más que cuanto tus evidencias te autoricen, dice un viejo consejo de historiadores ingleses. "Una afirmación sólo tiene derecho a hacerse si puede ser verificada", escribe Marc Bloch.Citas semejantes podrían extenderse hasta el lado de allá del horizonte.

Desde hace cierto tiempo esta cuestión de la prueba, obvia en apariencia, está otra vez en el centro de las discusiones sobre el conocimiento de la historia. En una entrevista de 1997, Carlo Ginzburg menciona el tema:

Desde hace diez años, el discurso escéptico en las ciencias humanas a tendido a invalidar la noción de prueba. Creo sin embargo que se ha exagerado el peso de las representaciones excluyendo todo discurso referente a la prueba. Tengo la impresión de que esta noción recupera importancia en la reflexión de muchos historiadores.

Por supuesto, los caminos para demostrar la verdad tienen que ver con el contexto, el estado de la documentación y el de la reflexión. [...] Pero la preocupación por la verdad está unida a la historia como proyecto intelectual desde Herodoto. Creo que es un grave error rechazar la noción de prueba como instrumento para acercarse a la verdad y hacerla visible y convincente.

Las escuelas relativistas, por el contrario, sostienen que las narrativas históricas son en realidad ficciones verbales cuyos contenidos mezclan lo inventado con lo descubierto y cuyas formas se aproximan más a la empresa literaria que a la científica. Esta visión, no ya para el científico sino para el artesano que hay en cada historiador, es una ofensa a su oficio, a su arte y a su ciencia en cuanto productor de objetos del conocimiento: narraciones verídicas, cuadros verdaderos, descripciones ajustadas a realidades, todas ellas —narraciones, cuadros, descripciones— sujetas a verificación, corrección, falseamiento, exigencias distantes de los productos en apariencia similares del oficio literario. En cambio, común a ambos es la exigencia de belleza según el canon propio de cada uno de ellos y la medida misteriosa de ese atributo inmaterial. Más aún: la exigencia de belleza, uno de cuyos caminos en el oficio histórico es la retórica, sirve para reforzar, no para eludir, la exigencia de prueba y de verdad. La construcción estilística de la narración histórica —lo que los franceses llaman la mise en intrigue y los anglosajones the emplotment— no está destinada a hacerla verosímil, sino a resaltar las pruebas —las evidencias— de su veracidad.

 

Otra vez Ginzburg (1999):

La moda de reducir la historia a una retórica no se puede rechazar con el argumento de que la relación entre historia y retórica ha sido siempre tenue y marginal. En mi opinión, esa reducción puede y debe ser rechazada redescubriendo la riqueza intelectual de la tradición iniciada por Aristóteles, en particular su argumento central: que las pruebas, lejos de ser incompatibles con la retórica, son su núcleo central.

"El estilo no es la vestimenta del pensamiento, sino parte de su esencia", anotaba un cuarto de siglo antes Peter Gay en El estilo en historia (1974:189).

Este discurso sobre las pruebas y el estilo ¿nos alejó del artesano en su taller que don Luis, como Marc Bloch, quiere ver en cada historiador? El artesano hace, se dirá, sin tener que probar nada. Su prueba es su obra: su cofre de madera, su reja de metal, su joya de plata, su artesonado, su cúpula, su escultura, su cuadro, su diseño de carrocería. Sí y no. Pues para hacer o fabricar su obra tuvo que unir lo que sería su oficio y su imaginación con lo que serían sus pruebas duras: la nobleza y la adecuación de los materiales y los instrumentos con los cuales la hace y la trabaja. El objeto a crear está primero imaginado en su cabeza, en estado de hipótesis.Tiene que ser construido con los materiales adecuados y a la mano; tiene que ser útil, es decir, servir a una necesidad humana, tiene que ser único; tiene que ser, en su ámbito, bello.

Esta clase de objetos salen del taller que en San José de Gracia tiene instalado don Luis.

Esos artesanos trabajan la materia con sus manos, la miden, la tocan, la acarician. El oficio de historiar, que implica narrar pero no es lo mismo que el de novelar, tiene parecida relación con las manos. Para comprobarlo, no hay que observar al historiador en su estudio cuando está escribiendo. Hay que irlo a buscar a los archivos, a las construcciones antiguas, a los lugares de los hechos, a los múltiples sitios adonde su saber y su pasión lo llevan. Una vez allá, hay que mirar qué hacen sus manos con los papeles, los documentos, los testimonios materiales que le dicen del pasado, y se verá que esas manos se mueven y se aproximan a ellos de modo diferente que las manos del lego o las del curioso. Mírenlo manejar un legajo, abrir una caja, dar vuelta una hoja o tocar un muro cuando está investigando, y van a reconocer ese mecanismo intelectual y sensorial que es el investigador de las cosas del tiempo pasado, tanto más sensible a los menores indicios cuanto más educado y entrenado en ubicar e interpretar cada huella, "la marca, perceptible para los sentidos, que ha dejado un fenómeno en sí mismo imposible de aprehender", como decía Marc Bloch (1997:71 y 2001). Pues los historiadores están "condenados a conocer el pasado por sus huellas".

Un ejemplar insigne en territorio mexicano de esta inquieta e inquietante especie es don Luis.

Nunca lo vi en un archivo, es cierto. Pero he visto a otros como él, cómo mueven las manos y tocan los papeles y de repente se les iluminan los ojos y le dicen a uno con excitado asombro: "Mira esta carta de Manuel Calero, quién hubiera dicho que estaba aquí". Es el "residuo de sorpresa y por tanto de riesgo" que, decía también Bloch (1997:86), lleva siempre consigo la investigación documental, en la cual veía algo de voluntaria "apuesta con el destino".

Vi en cambio a don Luis en el patio de su casa donde Armida de la Vara y él nos recibieron, a Carolina y a mí, un día 19 de marzo de 1989, nos agasajaron, nos apapacharon, nos mostraron su torre biblioteca y, por supuesto, nos llevaron a dar una vuelta por San José de Gracia. Allí vi al historiador en su contexto y, mejor que si lo hubiera visto dando clases, pude después imaginar a ese personaje y a sus manos en una biblioteca o un archivo. En el ejemplar del libro que me regaló ese día, El oficio de historiar, vuelvo a leer ahora en las primeras páginas una mención de Daniel Cosío Villegas:"Para él un libro de historia debía ser una novela con protagonistas y hechos ciertos, una novela verdadera". A lo cual a punto y seguido agrega: "Sospecho que mi correctora habitual cree del mismo modo, pero Armida, además, quiere una historia didáctica".

La afirmación de don Daniel, cuando allá por 1970 fue escrita por Paul Veyne (1971:10): "la historia es una novela verdadera", provocó comentarios diversos.Tiendo ahora a creer que sus significados son similares, pero no idénticos, cuando Paul Veyne (1998), hace apenas tres años, afirma: "Pienso que la historia no sirve más que la astrología. Es una cuestión de pura curiosidad o, por lo menos, así hay que tratarla. La historia no demuestra nada y no permite extraer lecciones eternas...".

Dejando de lado la punta polémica de Veyne, que sí conoce su oficio y su verdad, pues eterno sólo Dios que como en Oaxaca dicen nunca muere, me inclino a pensar que ni Daniel Cosío Villegas, ni Armida de la Vara, ni Luis González y González, habrían estado dispuestos a seguir hasta el fin al colega francés en estas opiniones derivadas sobre el oficio común a todos ellos; aunque los tres, sí me aventuro a suponer, estarían de acuerdo en aquello de la incurable curiosidad que, como todos sabemos, es la que mueve al historiador y la que mata al gato. No sé si los gatos viven en el asombro permanente. Sé, en cambio, que suena verdadera la descripción de Paul Veyne de la curiosidad del historiador: "es bien sabido cuál es el esfuerzo característico del oficio de historiador y lo que le otorga su sabor: asombrarse de lo que aparece obvio".

Por lo demás, basta una lectura del Paul Veyne de Cómo se escribe la historia para tocar las afinidades intelectuales con Luis González en el gusto de ambos por la narración de cada hecho irrepetible, en su mutuo placer en la historia anticuaria "sin otro propósito que el de saber y comunicar lo averiguado", diría don Luis, y en su compartida desconfianza hacia teorizaciones y tipologías. No puedo decir si estas afinidades tienen un tronco común en un maestro al cual ambos se remiten, Henri-Irénée Marrou, porque hasta allá no alcanza lo que hoy creo saber. En cuanto a los múltiples usos de la historia de que don Luis nos conversó en un encuentro organizado por Alejandra Moreno Toscano y el Archivo General de la Nación en Baja California Sur allá por 1979 (González, 1980), donde recordó que sus maestros José Miranda y Silvio Zavala eran de la común idea de que la historia es un conocimiento a la vez legítimo y perfectamente inútil (tal inútil como la astrología, diría Paul Veyne llevando la cuestión a sus extremos), prefiero aquí replegarme, inveterado aprendiz del oficio, sobre una vieja pregunta de Marc Bloch: "¿Es posible conocerse a sí mismo sin acordarse?".

Me atrevo a creer que de esto se trata cuando don Luis entra en sus dominios, la microhistoria, y empieza a contarnos los secretos y las recetas de su arte. Leeré algunos sin temor a la infidencia,porque sé que el verdadero secreto del artesano no está en las palabras con que explica su oficio sino en las manos con que trabaja su materia.

Escribe don Luis en "Teoría de la microhistoria" (1999:227-234):

Como las demás ciencias históricas, la micro no puede prescindir del rigor de la prueba, de la aproximación a lo real.

La piedad por lo que ha sido exige un gran esfuerzo hermenéutico [...] Tengo para mí que el entendimiento de las personas es la estación más importante del quehacer histórico.

Al tratar de comprender entra uno en el camino misterioso de la inspiración y por él camina durante todo el viaje de vuelta. Para los últimos tramos del camino no sirven las reglas. La anticuaria es ciencia en las etapas recolectora, depuradora y hermenéutica, e intuición en las siguientes.

Lo bueno en la microhistoria es la expresión inspirada en el lenguaje común. Ni la pompa del pico de oro ni la desnuda monserga del científico. Sí el habla de los buenos conversadores, el encanto de los cuenteros. Sin encanto no hay microhistoria que valga.

Ya lo dijo Goethe: "Escribir historia es un modo de deshacerse del pasado". Sobre todo si es un poco crítica, la historia realiza una auténtica catarsis. La microhistoria puede convertirse en el saber disruptivo que libere a los lugareños de su pasado.

Anoto que en las breves citas de don Luis, aparecen cinco leves palabras para acercarse a ese saber: piedad,entendimiento, misterio, inspiración, intuición. Cada uno sabrá cómo dosificar estos ingredientes impalpables en su propia receta. El discretamente orgulloso maestro artesano cumplió a su tiempo, a los cuarenta y dos años de su edad, el rito de pasaje de cualquier oficio verdadero: hacer una obra maestra. Se llama Pueblo en vilo (1999), aunque según su autor debió llamarse Historia universal de San José de Gracia. No haré aquí un nuevo e innecesario elogio más de esta obra. Quiero recordar, empero, algo que ya muchos habrán señalado pero que toca a los temas que hoy anduve recorriendo. En "Introducción a un libro de microhistoria", prólogo a la primera edición de Pueblo en vilo, este historiador que se define a sí mismo como "un prófugo de la cultura ranchera" enumera y desmenuza sus fuentes, explica los múltiples archivos, dice su deuda literaria con Agustín Yáñez, Juan José Arreola y Juan Rulfo, menciona las operaciones críticas del oficio y explica su construcción de la obra como narración y como descripción, como población y como geografía, como tiempo humano y como territorio. Enumera sus gustos: "Me gustan las nimiedades, me regocijan los pormenores despreciados por los grandes espíritus, tengo la costumbre de ver y complacerme en pequeñeces invisibles para los dotados con alas y ojos de águila". Describe sus trabajos: "Practiqué caminatas a pie y a caballo, recorrí en todas direcciones la tierra donde crece la historia que cuento; conversé, como ya lo dije, con la gente del campo y del pueblo". Hasta nos dice sus costumbres de escritura:"escribo en el sosiego de la madrugada, de las cuatro a las nueve". Después, al llegar la tarde, Armida de la Vara tomaba esas hojas, copiaba, sugería, enmendaba y tecleaba, hasta que a dúo terminaron la historia universal. Nos dice por fin en esta sorprendente lección sobre su oficio aquello que está en el origen de toda obra histórica grande: no sólo qué escribo y cómo lo hago sino también, sobre todo, para quién escribo, a quiénes me dirijo, quiénes son mis interlocutores más cercanos:

Estos apuntes no fueron pensados, por lo menos en un principio, para un público académico. Al investigar y escribir, el autor tuvo más presentes a sus paisanos que a sus colegas, y no creo que deba arrepentirse de la clase escogida para ser la destinataria principal.

Pero no hay buen artesano: pintor, orfebre, ebanista, historiador, que a la hora de su obra maestra no piense también en el juicio de sus pares, no lo valore, lo tema y lo agradezca. "Mentiría si afirmara que únicamente busco el beneplácito de los destinatarios directos de este libro", escribe don Luis discretamente: "Me agradaría que pudiera ser útil más allá de los linderos de la meseta del Tigre, más allá de San José y sus pueblos amigos y rivales". Parece que el deseo fue cumplido con creces, como pudo verse en el homenaje que en el veinticinco aniversario de Pueblo en vilo le hicieron a su autor los tres Colegios: el de Jalisco, el de México y el de Michoacán, donde don Luis habló del "pueblo en vilo" y la "ciudad en flor" y, con aquel orgullo modoso de que antes decíamos, reclamó para sí y para los suyos la cultura, las costumbres y la estirpe de los rancheros, ese "quinto bueno y bronco de México", como alguna vez los había clasificado. De ese mismo fondo de sapiencia y experiencia salió sin duda una de las joyas únicas del taller de este orfebre: ese ensayo que se llama "Del hombre a caballo y la cultura ranchera", que hoy aparece cobijado en el volumen La querencia (1997). También de este volumen, colección de escritos tan terrestre y entrañable como su título, quiero aquí recordar un ensayo donde oficio y arte se suman en una propuesta de trabajo construida como un modelo de este género. Se llama "Para una historia purépecha", data de 1987 y, hasta donde mi conocimiento llega, sigue en pie y en espera: una historia en busca de un autor (1997:335 y 339).

En su propuesta, don Luis delimita el tema y sus motivos:

Cincuenta y tantas minorías, con más derecho al territorio mexicano que la mayor parte de la población que vive ahora en México, padecen una situación de arrimadas. [...] Para obtener el restablecimiento de la justicia se requiere una mejor conciencia histórica en los despojados". Y aquí cita don Luis a Guillermo Bonfil: "En tanto relación de agravios, la historia de los pueblos indios es sustento de reivindicaciones".

¿Que ya no existen fuentes? No es verdad, dice don Luis: "Pese a todo, en el caso del pueblo purhé son accesibles, para los historiadores con oficio y gusto, numerosas y fecundas fuentes de investigación". Para ese historiador, por si aparece, comienza a enumerarlas: huellas terrestres, restos arqueológicos, historia oral, libros de frailes y sacerdotes, acervos episcopales, pleitos por tierras en el Archivo General de la Nación y en el Archivo de la Reforma Agraria,archivos locales de parroquias, de municipios, de haciendas o de familias. Los registros del gobierno civil, nos dice, son muy importantes "sobre todo al producirse la desamortización, momento en que los burgueses de mediados del siglo XIX se echan encima de las tierras de los pueblos, no sin antes escribir y dejar archivados los papeles legitimadores del robo o la compra de las tierras de cofradía, comunidad, propias y ejidos". Menciona también los relatos de viajeros, los informes de gobernadores, las obras etnográficas para el pasado reciente y concluye con una propuesta hecha en su momento y viva todavía, de la cual tomo tres párrafos medulares para cerrar con su propia palabra de investigador y maestro este conversar sobre el oficio, el arte y la ciencia de Luis González y González:

Hay de donde echar mano para rehacer acabadamente la trayectoria de la etnia purhé, siempre y cuando se arrojen por la borda los rollos o los mitos sin fundamento, hechura de los países imperialistas de la época moderna, que suelen nublar la visión de algunos historiadores; siempre y cuando se abandone la pereza mental que consiste en asumir imágenes esparcidas en artículos irresponsables y publicaciones panfletarias, y se emprendan estudios a fondo de los testimonios existentes; siempre y cuando se tenga la suficiente preparación, el oficio y el instrumental técnico necesario para hacer historia fidedigna; siempre y cuando se propongan metas y se adopten métodos eficaces y eficientes para conseguir la imagen histórica de la etnia y la cultura purépechas, que tenga validez científica en los grupos académicos, en el mundo dominado por la racionalidad.

No propongo la hechura de una historia del pueblo y la cultura purépecha destinada al círculo académico o a la élite científica, sino la elaboración de una historia o una serie de imágenes históricas que puedan ser compartidas por todos los miembros de la etnia en cuestión, sean o no profesionistas, lo mismo alfabetas que analfabetas. Esto presupone que la etnohistoria no sólo quede en un sesudo tratado. Debe ser una historia que recupere los medios de comunicación prehispánicos: el cuento oral, la canción, la pintura y el teatro histórico. Imagino la eficacia que tendría el uso por parte de los etnohistoriadores, de los medios modernos de comunicación (cine, tele, radio y libros de imágenes), para mantener la identidad de la etnia purhé y conseguir su libertad y su desarrollo. [...]

Hablamos de un pueblo y una cultura cuya revitalización es importante no sólo para ellos mismos, sino para el conjunto de México y la humanidad. En este momento de crisis, las tablas de salvación las están aportando, en todo el mundo, las culturas vernáculas.

Tengo para mí que este escrito es uno de aquellos donde, a lo largo de su obra, Luis González escogió resumir su oficio, su arte y su idea de la historia bajo la forma encubierta de una ejemplar propuesta de conocimiento de uno de los pueblos de México. Pues, como Bloch nos decía, ¿es posible conocerse así mismo sin acordarse?

 

Bibliografía

Bloch, Marc (1997), Apologie pour l'histoire ou Métier d'historien, Armand Colin, París. En español: Apología para la historia o el oficio del historiador, 2001, México, FCE.

Gay, Peter (1974), Style in History, Nueva York, Basic Books.

Ginzburg, Carlo (1997), "Le sorcier, le juge et l'historien", entrevista realizada por Martine Fournier, Sciences Humaines, no. 78, diciembre, recopilada en Jean-Claude Ruano-Borbalan, L'histoire au jourd'hui, París, pp. 385-391.

---------- (1999), History, Rhetoric, and Proof, Hanover-London, University Press of New England.

González y González, Luis (1980), "De la múltiple utilización de la historia", en Carlos Pereyra, et al., Historia ¿para qué?, México, FCE, pp. 53-74.

---------- (1988), El oficio de historiar, Zamora, El Colegio de Michoacán.

---------- (1997), La querencia, México, Clío.

---------- (1999a), Todo es historia, México, Cal y Arena, 5ª ed.

---------- (1999b), Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia, México, Clío (1ª ed., El Colegio de México, 1968).

Prost, Antoine (1999), "Les pratiques et les méthodes", en JeanClaude Ruano-Borbalan, L'histoire aujourd'hui, Sciences Humaines, Paris, pp. 385-391.

Veyne, Paul (1971), Comment on écrit l'histoire, París, Seuil.

---------- (1998), "L'histoire ne démontre rien", entrevista con Martine Fournier, Sciences Humaines, no. 88, noviembre, recopilada en Jean-Claude Ruano-Borbalan, L'histoire aujourd'hui, París, pp. 427-433.

 

Nota

* Texto originalmente presentado en el IV Coloquio de Historia en homenaje al Dr. Luis González y González, de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Facultad de Humanidades, Cuernavaca, 7 y 8 de diciembre de 2001.