Artículos

 

El Estado de bienestar en las democracias occidentales: lecciones para analizar el caso mexicano

 

Gerardo Ordóñez Barba*

 

* Profesor-investigador del Departamento de Estudios de Administración Pública de El Colegio de la Frontera Norte. Se le puede enviar correspondencia a Blvd. Abelardo L. Rodríguez # 2925, Zona del Río, Tijuana, Baja California, México, C. P. 22320. Correo electrónico: ordonez@colef.mx

 

Recibido: julio de 2001.
Revisado: noviembre de 2001.

 

Resumen

Este documento tiene como propósito central presentar una reconstrucción histórica del proceso de formación del estado mexicano en términos de sus responsabilidades y funciones como agente de desarrollo, principalmente en lo relativo a la evolución y alcances de las políticas de bienestar básicas. El objetivo de esta recapitulación es conocer, tomando como punto de comparación lo acontecido en las democracias capitalistas occidentales, qué tipo de política social fue posible construir en nuestro país a lo largo del siglo XX, los cambios que ha experimentado a través de los años, los orígenes de su limitada capacidad de inclusión y los vacíos que aún persisten en la conformación de un Estado de bienestar universal y solidario.

Palabras clave: reconstrucción histórica, agente de desarrollo, políticas de bienestar básicas, democracias capitalistas occidentales, política social.

 

Abstract

This document has an objective: to offer a historical reconstruction of the formation process of the Mexican State in terms of its responsibilities and duties as an agent for development, mostly with regard to the evolution and scope of the basic welfare policies. The purpose of this summing-up is to know, by taking the events in the Western capitalist democracies as a starting point, what type of social policy could be created in our country throughout the 20th century, what changes it has undergone through the years, the origins of its limited capacity for inclusion and the gaps still remaining in the shaping of a universal and unified welfare State.

Key words: historical reconstruction, agent for development, basic welfare policies, Western capitalist democracies, social policy.

 

Introducción

Uno de los principales debates en la historia de las democracias occidentales ha girado en torno al papel que debe jugar el Estado en el desarrollo social. Sobre todo después de la revolución industrial en Europa, debido a las deficiencias e iniquidades de los procesos económicos que comenzaban a convulsionar a la sociedad, empezó a cobrar presencia una corriente de pensamiento que se opuso a las posiciones políticas y académicas dominantes en aquella época. Dichas posiciones defendían la continuidad del status quo dentro de los límites del laissez-faire y obligaban a las instituciones de gobierno a permanecer apartadas de la dinámica económica y confinadas a proteger el territorio y el orden público, así como a procurar sólo marginal y esporádicamente ayudas de tipo asistencial a los pobres. Contrario a estos postulados conservadores, adversos a cualquier tipo de intervención pública por considerarla una amenaza al régimen de libertades y principios que promueven el progreso individual y el crecimiento económico, la corriente opositora, que podríamos calificar genéricamente como reformista, observó en el Estado una alternativa de solución a los problemas estructurales del capitalismo que ponían en riesgo su estabilidad y permanencia. Desde su perspectiva, el Estado debía asumir una posición activa ante la situación de desigualdad prevaleciente con el fin de moderar los fenómenos sociales más perniciosos de la expansión industrial, como la indigencia y el desempleo, y evitar confrontaciones irreductibles entre los factores de la producción. En otras palabras, la concepción reformista ofrecía una salida moderada a los conflictos sociales subyacentes en el capitalismo y abría nuevas posibilidades para encauzar la lucha política en el marco de la democracia liberal.

Hacia finales del siglo pasado, la polémica comenzó a decantarse a favor de las recomendaciones de los reformistas cuando diversos gobiernos europeos decidieron adoptar importantes medidas de política social para beneficio de subconjuntos poblacionales cada vez más numerosos. Los estragos de la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, los devastadores efectos de la gran depresión de 1929 se convertirían en acontecimientos decisivos para extender el radio de acción de las reformas sociales y cimentar nuevas posiciones proclives a la regulación pública de las actividades económicas. En el ínter, los socialdemócratas alemanes de la República de Weimar serían los primeros en elevar a rango constitucional (en 1919) las bases de un orden estatal cualitativamente distinto, abiertamente interventor y altamente comprometido con "el progreso social". La irrupción del nazismo en Alemania impidió que el programa de Weimar pudiera llevarse a la práctica en muchos de sus aspectos, y no fue sino hasta la segunda posguerra cuando pudo concretarse, ahora en Inglaterra y con la dirección de los liberales progresistas, un plan integral para la conformación de poderes públicos generosamente facultados para intervenir en el desarrollo de la sociedad,estableciendo las políticas e instituciones que definieron al Estado de bienestar. En poco tiempo el modelo inglés fue acogido en varias naciones de la región, proyectándose como una alternativa de futuro generalizable en el contexto de las democracias capitalistas avanzadas.

Los avances y el consenso social y político que logró afianzar el Estado de bienestar en los primeros años de la posguerra no evitaron que a mediados de la década de los setenta, cuando se presentaron los primeros síntomas de una nueva crisis económica, las posturas conservadoras antiestatalistas recobraran parte de la presencia perdida en el debate histórico e intentaran forzar el regreso hacia la economía de libre mercado. En la década de los ochenta, con el ascenso de los neoconservadores a los gobiernos nacionales en algunos países, entre los que destacan Inglaterra y Estados Unidos, se pusieron en marcha estrategias para desmantelar y, en última instancia, liquidar sus sistemas de seguridad y protección sociales. Si bien en la práctica estos programas regresivos no han podido imponer cabalmente sus propósitos, sus persistentes embates han logrado vulnerar aspectos centrales del Estado de bienestar (como son el abandono de la política de pleno empleo o los sistemáticos recortes a programas de ayuda a los pobres). En la actualidad, como lo demuestran las disímbolas posiciones de gobiernos y sociedades, no existen acuerdos normativos que permitan predecir con certeza el curso que tomarán los acontecimientos. Lo que sí parece estar claro es que acudimos a una nueva encrucijada de la que difícilmente saldrá ileso el proyecto reformista.

Esta breve revisión a una parte de la historia de las democracias capitalistas, que será ampliada a lo largo de este documento, pone de manifiesto que las posibilidades de la relación entre la intervención pública y el desarrollo social se encuentran en un proceso inacabado y en rutas no necesariamente ascendentes. No obstante estas últimas tendencias, es un hecho irrefutable que en los países del llamado Primer Mundo fue posible construir un vínculo estrecho entre el Estado y la sociedad que ha ido más allá de la provisión de servicios o de la resolución de conflictos entre el capital y el trabajo. El Estado de bienestar fue para estas naciones la síntesis histórica de un nuevo contrato social que renovó las vencidas estructuras del capitalismo y ofreció contenidos distintos a los valores democrático-liberales que defienden la igualdad ciudadana.También es cierto, como lo comprueban muchos estudios comparativos y de caso, que a pesar de las convergencias de la posguerra cada sociedad ha seguido una ruta particular que arroja una diversidad notable en la composición y alcance de los sistemas de bienestar.

A diferencia de la gran cantidad de trabajos referidos al Estado de bienestar en el mundo desarrollado, en América Latina y, particularmente, en México la producción académica relativa a este tema, aunque ha crecido en los últimos tiempos, aún es insuficiente para comprender y ubicar en el contexto internacional los procesos históricos que han dado lugar a programas de reforma social en estos países. De entrada, debido a las divergencias económicas y políticas que han privado en Latinoamérica respecto de las naciones avanzadas, cabría esperar distancias significativas en las formas que adopta la intervención pública como instrumento de desarrollo social. Las magnitudes de la pobreza y de las desigualdades en la distribución del ingreso en esta región son algunas pruebas del atraso económico y de las debilidades de los gobiernos para corregir o, por lo menos, amortiguar amplias manifestaciones de deterioro entre su población. En este contexto resulta pertinente preguntarnos: ¿qué tipo de política social ha sido posible construir en América Latina?, o en términos más generales y prospectivos, acotando las tesis de Wedderburn,1 ¿es el Estado de bienestar un proyecto viable en las sociedades capitalistas subdesarrolladas? Sin duda, las respuestas a estas interrogantes requieren de una investigación mucho más amplia de la que nos hemos propuesto. Sin embargo, a partir del estudio del caso mexicano, es factible, sin pretender generalizaciones, rescatar algunas líneas que contribuyan al debate y entendimiento de los procesos latinoamericanos.

Para comenzar a investigar si en México ha tenido lugar la construcción de alguna forma de Estado de bienestar se requiere conocer antes los acontecimientos y las condiciones que llevaron al surgimiento de este modelo de Estado en la posguerra, así como sus características básicas, los márgenes entre los cuales ha evolucionado en las naciones avanzadas y las principales críticas que han surgido en torno a sus actuales dimensiones. Una vez descifrados estos problemas, será posible catalogar los elementos que definen al sistema de bienestar mexicano y valorar su grado de aproximación a los avances observados en otras latitudes.

 

Hacia la construcción de un nuevo contrato social: el Estado de bienestar

Desde finales del siglo XVIII, la discusión respecto del papel que debían jugar las instituciones públicas en el desarrollo social estuvo enmarcada por dos posiciones claramente definidas: por un lado, había quienes opinaban que el Estado debía incrementar su intervención, limitada hasta ese entonces a labores de corte asistencialista/caritativo, a fin de reducir las evidentes desigualdades producidas por la revolución industrial, que amenazaban con convertirse en problemas crónicos, como el desempleo, la pobreza y todas sus derivaciones; por otro lado, estaban quienes sostenían, con cierta inflexibilidad, que el Estado debía mantenerse fiel a los principios liberales que privilegian el esfuerzo individual y la libre empresa. Las diferencias de fondo entre ambas propuestas radicaban en sus visiones respecto del origen de los problemas sociales y en los costos fiscales implicados en un posible proceso de reforma. Para los primeros, el costo debía ser asumido socialmente en la medida en que también socialmente se generaban fenómenos masivos de existencia precaria. Para los segundos,en cambio, la imposición de cargas fiscales a las actividades productivas para subsanar problemas de índole individual era "una amenaza irreparable para la prosperidad de la economía de toda la nación" (Venturi, 1994:104).

La evolución de este desacuerdo, que como veremos perdura hasta nuestros días, comenzó a decantarse hacia finales del siglo XIX a favor de las posturas reformistas. El primer paso hacia adelante, como lo califica Augusto Venturi, sucedió durante el mandato del canciller Bismarck en la Alemania de Guillermo I, cuando se adoptaron, no sin antes enfrentar el rechazo de liberales y socialdemócratas, las primeras medidas públicas tendientes a institucionalizar un incipiente sistema de protección que beneficiaría a algunas categorías de trabajadores. Entre 1883 y 1889, se aprobaron en ese país las primeras leyes que establecieron seguros obligatorios contributivos contra enfermedades (1883), accidentes (1884), invalidez y vejez (1889). Para solventar el escollo de la distribución de los costos, después de una serie de negociaciones se propuso en esas leyes que los seguros fueran financiados con las aportaciones conjuntas o exclusivas de tres fuentes principales: los trabajadores y empresarios cubrirían el seguro de enfermedad, estos últimos los accidentes de trabajo y ambos, junto con el gobierno, los derechos a una pensión por vejez o invalidez (Venturi, 1994:110-111).

Para algunos estudiosos, el proyecto de Bismarck fue un intento de reforma social limitado y conservador cuyos fines se fincaron en propósitos políticos más que sociales, ante el ascenso de las posiciones socialdemócratas entre la clase trabajadora. Peter Baldwin (1992:24) lo resume de la siguiente manera: "En ciertas naciones, siendo la Alemania de Bismarck el ejemplo clásico, a los obreros se les abonaba en términos de política social lo que se les retenía en términos políticos: pensiones a cambio de conceder el poder y la autoridad. La política social cumplió un papel políticamente funcional, estabilizando unas circunstancias que de otro modo hubiesen sido más volátiles". Adicionalmente, el carácter contributivo de los seguros condujo a la formación de una estructura de provisión que fue por naturaleza excluyente. En todo caso, los principales beneficiarios de las propuestas bismarckianas fueron los trabajadores que podían acceder o contaban ya con un empleo formal y un ingreso inferior a los 2,000 marcos. En la práctica, los beneficios se distribuyeron, en su mayor parte, entre los obreros de la industria alemana (Rubio, 1991:72-73).

No obstante sus limitaciones, el gobierno de Bismarck inició una etapa de intervencionismo de Estado que posibilitó el reconocimiento público de algunas responsabilidades sociales y la formación de instituciones que fueron más allá de las restricciones impuestas por los principios rectores del laissez-faire. En esta línea de cambio, como lo explica Augusto Venturi (1994:112), "la tarea de completar el cuadro de los grandes seguros sociales correspondió a Inglaterra, que, por primera vez, introdujo el seguro obligatorio de paro en el año de 1911". El siguiente gran momento en el trazo proyectado por los reformistas sucedió nuevamente en Alemania durante el efímero periodo de catorce años en el que se sostuvo la República de Weimar (1918-1933), tras la abdicación al trono de Guillermo II. En los dos primeros años de esta naciente república comenzó a conformarse, con la dirección del Partido Socialdemócrata, un nuevo ordenamiento constitucional que a la postre sentaría las bases jurídicas y morales que han justificado la creciente intervención estatal en el desarrollo de sus sociedades, hasta transformarse en lo que hoy día conocemos como el Estado de bienestar.

A la Constitución de Weimar de 1919 y a otras contemporáneas, como la mexicana de 1917, se les identifica como las primeras constituciones del mundo que comenzaron a definir un nuevo modelo de organización estatal: el Estado social de derecho. Un poco más adelante expondremos las características de la Constitución mexicana. En este momento la pregunta es: ¿qué aportó Weimar a la construcción del Estado de bienestar? Su principal contribución al desarrollo de la sociedad europea consistió en su fórmula de aproximación a un orden social cualitativamente distinto al que prevalecía en las economías capitalistas contemporáneas, formalizando un programa de reformas a gran escala que proyectaban la intervención estatal como un ingrediente indispensable para "fomentar el progreso social" (Rubio, 1991:90).

A través de esta constitución, los socialdemócratas alemanes, junto con los liberales progresistas, propusieron conciliar tres elementos:intervencionismo estatal, mercado y democracia, que para ese entonces resultaban contradictorios a los ojos tanto de los socialistas radicales, que apostaban por la vía revolucionaria,como de los liberales conservadores, que abogaban por la reproducción del status quo. En este ordenamiento jurídico se acuñó por primera vez la premisa de que el cambio social ascendente debía ser promovido a través de los canales de la democracia representativa y de la participación activa del sector público en la regulación de las relaciones económicas y en la tutela de los intereses y el bienestar de la sociedad. Fieles a su visión reformista del cambio, las iniciativas weimarianas no desconocieron los derechos y libertades subyacentes en las democracias capitalistas, pero concedieron facultades al Estado para regular e intervenir prácticas contrarias a los principios de "justicia" o "bien general". Con esta orientación, se impusieron límites u obligaciones al ejercicio de las libertades económicas (como las de libre empresa y contratación, arts. 151 y 152), al derecho de propiedad (art. 153) y, de manera sobresaliente, al establecimiento de relaciones laborales (art. 69) (Rubio, 1991:91-93).

En el terreno de la intervención social la república, se comprometió a extender la cobertura de los servicios públicos en tres dimensiones del bienestar: seguridad social, vivienda y educación. Aprovechando la experiencia adquirida desde la aplicación del programa de reformas de Bismarck, los constitucionalistas alemanes decidieron extender el sistema de seguridad hacia la población que se encontraba desprotegida (art. 161): "El Reich creará un amplio sistema de seguros para poder, con el concurso de los interesados, atender a la conservación de la salud y de la capacidad para el trabajo, a la protección de la maternidad y a la previsión de las consecuencias económicas de la vejez, la enfermedad y las vicisitudes de la vida". Si bien esta constitución tampoco incluyó el seguro de desempleo, que ya había sido planteado por los ingleses algunos años antes como parte del derecho social al trabajo, por lo menos reconoció responsabilidad pública en la atención de las necesidades de sustento cuando las oportunidades de empleo no ofrezcan "ocasiones adecuadas de trabajo" (art. 163). Finalmente, se formalizó como un derecho el acceso a la vivienda (art. 155) y se ofrecieron garantías para el fomento estatal de la enseñanza (art. 142) y la gratuidad de la educación primaria (arts. 143 y 145) (Rubio, 1991:93).

Este paso hacia la construcción de un nuevo modelo de Estado fue abruptamente interrumpido por la irrupción del nazismo en el escenario político alemán durante la década de los treinta. Este trágico acontecimiento en la historia de la humanidad impidió a los republicanos desarrollar su ambicioso programa de reformas; algunos de sus propósitos ni siquiera llegaron a transformarse en reglamentaciones específicas que otorgaran garantías concretas de acceso a los servicios sociales. No obstante, el proyecto de Weimar abrió una ruta de cambio que fue, en sus trazos generales, seguida por la mayoría de los países de Europa occidental una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. En la maduración de este proceso de transición también fue crucial el aprendizaje adquirido en la región, durante el periodo entre guerras (1919-1938), con la adopción de diversos sistemas nacionales de asistencia y seguridad que, si bien no se apartaron del principio contributivo en su mayor parte, ofrecieron importantes insumos al conocimiento de la situación social y de los potenciales beneficios de esquemas de protección universales. Para 1939, a través de las conferencias promovidas por la Oficina (actualmente, Organización) Internacional del Trabajo, ya habían ratificado su voluntad de establecer el seguro de enfermedad 19 Estados, 16 el de invalidez, 4 el de desempleo y 3 el de vejez (Venturi, 1994:121).

Unos años antes de concluir la Segunda Guerra Mundial, el gobierno británico solicitó a un comité de expertos, dirigido por el conocido reformista Lord Beveridge, quien desde 1910 ya había participado en el diseño del seguro de desempleo en ese país, la elaboración de un proyecto para estudiar el funcionamiento y las posibilidades de ampliar la capacidad del sistema de protección ante el evidente deterioro y desintegración sociales provocados por la guerra. Los resultados de este estudio, que fueron publicados en 1942 con el título Beveridge Report on Social Insurance and Allied Service, aportaron justificaciones técnicas y sociales para extender las prestaciones de la seguridad social a toda la población. El principal argumento social de apoyo a esta propuesta se centró en el reconocimiento a la calidad de "ciudadano" intrínseca a todo individuo, que se deriva de su pertenencia a una comunidad nacional y le otorga derechos de igualdad (Mishra, 1992:31). La aplicación de este concepto, que ya era parte de los valores de la democracia, condujo a un alegato definitivo en contra de las medidas discriminatorias, algunas de ellas represoras, que se habían impuesto desde hacía varios siglos en Inglaterra (sobresale la Poor Law, cuyos antecedentes datan del año 1601) para atacar el problema de la indigencia (Venturi, 1994:47-51).

En su parte medular, las recomendaciones contenidas en el Informe Beveridge hicieron hincapié en la responsabilidad del Estado de proveer a todos sus ciudadanos, sin importar su capacidad contributiva, un "mínimo nacional" de ingresos y servicios que les permitiera enfrentar los riesgos de la vida y los alentara a mejorar sus propias condiciones de subsistencia. Estos principios dieron origen a una concepción distinta del modelo de previsión que se había desarrollado hasta ese momento. Se propuso que la seguridad social fuera entendida como un derecho social solidario que obligara a la sociedad y al Estado a proporcionar un mínimo de bienestar general, independientemente de las aportaciones que pudiera realizar cada individuo al financiamiento de los servicios. Desde esta perspectiva, se proyectó que los costos de la reforma debían ser cubiertos con los recursos fiscales del Estado y con las contribuciones específicas de los trabajadores y empresarios al nuevo sistema.

Entre las principales medidas que debían ponerse en marcha de acuerdo con el plan de Beveridge destacan: la integración de un sistema de seguridad social unitario con capacidad para proteger contra enfermedades, desempleo, vejez, maternidad y viudez y con el propósito de cubrir a toda la población; la creación del Servicio Nacional de Salud que ofrezca atención médica gratuita con cobertura universal; la formación de un sistema de Asistencia Nacional que ayude a complementar los subsidios de la seguridad social cuando fueran insuficientes para lograr el mínimo de subsistencia deseado; el otorgamiento de subsidios familiares universales; y la adopción del objetivo del pleno empleo como política de Estado (Robertson, 1992:146-147). Una vez finalizada la guerra, el gobierno inglés aprobó entre 1945 y 1948 una serie de leyes que dieron cabal reconocimiento a las recomendaciones del Informe Beveridge, lo cual llevó a la construcción de la estructura de protección social de mayor amplitud conocida hasta ese entonces y cuyo espíritu se extendió a otros campos de la política social: educación, vivienda y atención especializada a niños.2

En la constitución del Estado de bienestar inglés también fueron decisivos los trabajos precursores de algunos pensadores de la escuela de Cambridge en el campo de la economía, entre los que sobresalen Alfred Marshall, Alfred Pigou y John Maynard Keynes. Las contribuciones de estos estudiosos tuvieron como eje común la desconfianza en "la mano invisible del mercado" para regular la economía, asignar eficientemente los recursos y distribuir equitativamente la renta y la riqueza generada; por ello, postularon la intervención del Estado como la vía para corregir las desigualdades estructurales inherentes al capitalismo (Marshall y Pigou) y dar solución a los problemas de crecimiento y desempleo ante los movimientos cíclicos de la producción (Keynes). La teoría económica encontró en estos autores, principalmente en el último, principios normativos que, en oposición a la teoría clásica, justificaron la intervención pública en la economía con el fin de sostener la demanda interna y el crecimiento y garantizar pleno empleo.3

A medida que se fueron consolidando la reconstrucción y la recuperación económica en Europa occidental, la mayoría de los países de la región acogían en sus respectivos ordenamientos jurídicos el compromiso de universalizar los servicios de bienestar, entendiéndolos como un derecho social inherente a la investidura ciudadana. La generalización del Estado de bienestar en el escenario europeo no sólo se debió a la influencia que pudo ejercer el ejemplo inglés; la experiencia acumulada por otros países considerados como "pioneros" en la adopción de políticas sociales de envergadura nacional, entre los que destacan Alemania, Francia, Suecia y Dinamarca, así como los esfuerzos de la Oficina Internacional del Trabajo por extender la seguridad social, también contribuyeron a generar un ambiente favorable para la difusión de sistemas universales de bienestar.

Esta propensión hacia nuevas formas de intervención pública en el desarrollo social fue poco a poco adquiriendo carta de naturalización a escala mundial. Los ejemplos más sobresalientes de esta corriente los podemos encontrar en la Declaración de Santiago, votada por la Primera Conferencia Interpanamericana para la Seguridad Social, de 1942; la Declaración de Filadelfia de la Conferencia Internacional del Trabajo, de 1944; la Declaración de Principios Sociales de América, aprobada por la Conferencia Interamericana de Chapultepec (México) en 1945; la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, y la Carta de la Libertad Europea, de 1950 (Venturi,1994:269-270). En estos documentos fundacionales quedó asentada la voluntad de los Estados de procurar a sus sociedades un ambiente de libertad y respeto a sus derechos individuales y políticos, así como oportunidades de desarrollo y acceso a condiciones de vida acordes con la dignidad que exige la existencia humana.

No obstante esta tendencia hacia la homogeneización de principios, derechos y compromisos sociales de los estados, en la práctica cada uno de ellos ha seguido una ruta sui generis. Como argumentaremos en el tercer apartado de este documento, resulta ineludible el estudio de las singularidades nacionales para entender la lógica interna intrínseca a la construcción del Estado de bienestar en cada país. Para Latinoamérica, en particular para el caso de México, ésta resulta una línea de investigación prioritaria en la medida en que no ha sido tratada con suficiencia (Lerner, 1996:20). En el mundo desarrollado, las particularidades nacionales se han traducido en importantes diferencias en la composición y alcance de las estructuras gubernamentales que sostienen los servicios y prestaciones sociales. Si tomamos la proporción del PIB que se destina a gasto social como un indicador del rango en el que se mueven estos países, encontramos que, en el extremo superior, Suecia, Irlanda y los Países Bajos erogaron en 1990 más del 27% de su producto con ese fin; en un nivel intermedio, España, Dinamarca, Inglaterra y Alemania lo sostuvieron entre el 18 y 20%; en tanto que, en el extremo inferior, Estados Unidos, Canadá y Australia lo mantuvieron por debajo del 12%.4 Las tipologías o modelos que han desarrollado diversos autores respecto de las formas que adopta el Estado de bienestar en estas naciones nos muestran, desde otros ángulos, la posición de sus gobiernos en la escala de la intervención social. Desde esta perspectiva, para Wilensky y Lebeaux los polos estarían conformados, por un lado, por países que consideran los servicios sociales como funciones de "primera línea", acordes con las necesidades de la sociedad industrial moderna (bienestar institucional), y, por otra parte, por aquellos que los conciben como responsabilidades públicas "residuales",complementarias de los canales normales (mercado y familia) de provisión (bienestar residual). Titmuss (1963) añade a estos dos extremos una posibilidad intermedia, retomando a aquellos estados que asocian el acceso a las políticas de bienestar con el mérito personal, la realización del trabajo y la productividad (bienestar ocupacional) (Johnson, 1990:27-44).5

En Europa occidental, la mayoría de los Estados han tendido a adoptar el modelo de bienestar institucional, estableciendo políticas sociales de alcance general, igualitarias, redistributivas y relativamente integradas al desarrollo económico. Esta tendencia se ha extendido incluso a naciones que se encontraban un tanto alejadas del proceso de convergencia que venía experimentando la región desde la década de los cincuenta, como serían los casos de España, Italia, Grecia y Portugal. Sin duda, la consolidación de la democracia en la región y la construcción de la Unión Europea han sido factores fundamentales en la expansión de lo que podríamos llamar de forma genérica el Estado de bienestar europeo.6 La experiencia de estos países, junto con la de otros que han seguido un camino similar (Canadá, por ejemplo), aportan un conjunto de conocimientos que posibilitan abstraer principios y características básicas que dan contenido a este modelo de Estado. Esta tarea de abstracción resulta crucial para establecer, como diría Max Weber, un tipo ideal que permita aproximaciones a realidades específicas. Con este objetivo expondré enseguida una recapitulación de los elementos que identifican al Estado de bienestar como un modelo avanzado, así como las principales tendencias y críticas que han surgido en torno a sus actuales dimensiones.

 

El moderno Estado de bienestar: características, críticas y tendencias

El moderno Estado de bienestar se fundó con la confluencia de tres hechos paralelos e interdependientes: el capitalismo, como modo de producción y sistema de valores dominantes; la democracia, como un medio de representación y recambio político fundado en el principio de la igualdad ciudadana; y, por último, la evolución del Estado hacia fórmulas de gobierno intervencionistas fincadas en objetivos de estabilidad económica, progreso social y legitimidad popular. En términos históricos, la maduración de los dos primeros procesos, que intrínsecamente perseguían fines y valores opuestos (libertad versus igualdad, individuo versus ciudadano), inmersos en un medio caracterizado por una creciente desigualdad, condujo a un grupo de países que optaron por la vía reformista (en contraposición de aquellos que siguieron el camino totalitario) a buscar opciones que posibilitaran conciliar las dimensiones económica, social y política, reconociendo a sus componentes como elementos indispensables para sostener y racionalizar la expansión de la sociedad industrial. Finalmente, la solución a esta encrucijada provino de las reformas que se introdujeron en la esfera estatal, las cuales abrieron paso a la conformación de un orden público cualitativamente distinto al que había evolucionado en el marco de las restricciones impuestas por la ideología del laissez-faire. En este nuevo orden se comprometió al Estado, como lo expone Ramesh Mishra (1992:33), "a hacer al capitalismo liberal económicamente más productivo y socialmente más justo".

Para cumplir con estos cometidos, se dotó a los poderes públicos de una serie de facultades para intervenir en las actividades e intercambios económicos, limitar el ejercicio de los derechos individuales y generar efectos redistributivos. La combinación de estas atribuciones estatales produjo dos nuevos procesos que se adicionaron a la democratización de la sociedad y que, en conjunto, constituyen las bases de funcionamiento del Estado de bienestar: la formación de una economía mixta regulada por políticas y empresas públicas y la puesta en práctica de políticas sociales de cobertura universal. A través de estas esferas de actuación el Estado podría, sin salirse de las reglas del juego democrático, establecer las estrategias de política y disponer de los recursos humanos, legales y financieros necesarios para mantener y elevar los niveles de bienestar económico (pleno empleo y crecimiento) y social (servicios, subsidios y transferencias) (Mishra, 1992:47-48). En adelante, de acuerdo con el plan Beveridge-Keynes, el éxito de los programas gubernamentales dependería de su capacidad para integrar adecuadamente estos dos campos del bienestar en la lógica de las sociedades capitalistas. En esta medida, la intervención pública encontraría sus límites en el momento que inhibiera el esfuerzo de los individuos para mejorar sus propias condiciones de vida o desincentivara la participación privada en la producción.

Acotado en estas fronteras, el Estado de bienestar no suponía un riesgo para las prácticas del mercado o de la competencia ni eliminaba los valores y principios que habían dado forma y sentido a la economía y democracia liberales. Por el contrario, su existencia resultaría funcional a los intereses y necesidades del capitalismo industrial al establecer marcos reguladores e incentivos para proteger y fomentar el crecimiento económico; al evitar caídas abruptas de la demanda interna; al proporcionar las condiciones de seguridad y subsistencia y proveer los servicios indispensables para el empleo, la movilidad y la reproducción de la fuerza de trabajo, y al posibilitar la continuidad de todo el sistema dentro de una relativa legitimidad social y política. Para la democracia, representaba una vía para mantener estabilidad en la formación y ejercicio del poder público y extender el principio de la igualdad ciudadana hacia espacios distintos a los de la política. Por último, para la sociedad las reformas constituían un medio para atemperar las desigualdades, combatir la pobreza y acceder a un nivel de vida aceptable. Esta visión integral otorgó al nuevo proyecto de Estado los soportes suficientes que permitieron, en breve tiempo, fincar consensos en torno a su pertinencia e iniciar su institucionalización.

A partir de estas bases, restricciones y objetivos, las sociedades que optaron por esta ruta de cambio emprendieron, considerando su propia historia y tradiciones, un programa de reformas y enmiendas constitucionales con el fin de erigir al Estado en el eje rector del desarrollo nacional. Como se ha mencionado, el paquete de medidas intervencionistas abarcó tanto a la esfera productiva como a la social. Por el lado de la economía, cada país estableció las regulaciones y estrategias que entendió necesarias para impulsar el crecimiento y alcanzar el pleno empleo. En este ámbito, la acción gubernamental podía ir desde la construcción de infraestructura hasta la nacionalización de ramas enteras de la producción, pasando por la aprobación de leyes proteccionistas, otorgamientos de incentivos fiscales, arbitrio en los conflictos laborales, entre otras facultades. Por el lado social, se organizaron los servicios públicos nacionales y se fijaron garantías de acceso universal a mínimos de bienestar (servicios) y seguridad económica (ingresos). En esta arena política, las diferencias nacionales aluden a los mecanismos de provisión elegidos (directos o a través de agencias privadas) o a lo que se define en cada lugar como lo necesario para disfrutar de un "mínimo" de subsistencia y protección social.

No obstante estas posibles diferencias, fue en el ámbito de la política social donde los gobiernos europeos occidentales lograron amplias convergencias. Fue ahí, como lo explica el sociólogo inglés T. H. Marshall, donde culminó el proceso evolutivo de los derechos ciudadanos que se fueron reconociendo a lo largo de varios siglos en la trayectoria de las democracias capitalistas: los derechos civiles (referentes a la libertad e igualdad ante la ley) en el siglo XVIII, los políticos (concernientes al voto, a ejercer cargos públicos, etcétera) en el siglo XIX y los sociales (relativos a los servicios de bienestar) en el siglo XX (Marshall, 1965, cit. en Cerdeira, 1989:103-104). Como lo señala David Harris (1990:153), "los derechos sociales están vinculados a una concepción de necesidad desarrollada a partir de lo que es necesario para garantizar un prometedor acceso individual a la forma de vida de su sociedad". Independientemente de las variaciones en el arreglo institucional o de la gradación socialmente concedida a un nivel de bienestar aceptable, en todas las constituciones avanzadas (iniciando con la inglesa) fueron ratificados como derechos sociales básicos de todo ciudadano el acceso a la educación, la salud, la seguridad social, la vivienda y al trabajo.

Durante los años cincuenta y sesenta, el Estado benefactor vivió un periodo de expansión acelerada que obtuvo un alto grado de consenso gracias a que había conseguido afianzar un relativo equilibrio en el logro de sus objetivos económicos y sociales. En esos años, fue posible conjuntar la ampliación de la cobertura y la mejoría de los servicios y las prestaciones de las políticas de bienestar, lo cual requirió del aumento constante de los impuestos, con un fuerte crecimiento económico y altos niveles de empleo. A mediados de los setenta, esta situación comienza a cambiar drásticamente al sobrevenir una serie de acontecimientos internacionales (la crisis petrolera, la escalada de los precios de los alimentos y el colapso del sistema de cambios fijos) que provocaron el estancamiento de la producción, el aumento de los índices inflacionarios y del desempleo, así como incrementos sostenidos en el déficit público (Artells, 1992:108-109). En este desfavorable escenario, que en muchos sentidos se extiende hasta nuestros días, comenzaron a gestarse fracturas en los acuerdos políticos y gubernamentales que habían dado firmeza al ensanchamiento de la intervención gubernamental. Muchos analistas, políticos y gobernantes encontraron en los infortunios económicos las expresiones de una crisis más general: la crisis del Estado de bienestar (García, 1986:119-120).7 Estas posiciones cobraron aún mayor fuerza cuando quedaron al descubierto deficiencias en la misión redistribuidora de los servicios sociales y la persistencia de problemáticas no resueltas, como la indigencia o la desigual distribución de la renta y la riqueza (Mishra, 1992:52-53).

Desde entonces, las visiones críticas han estado nutridas por representantes de muy diversos frentes ideológicos.Tanto de la derecha como de la izquierda han surgido nuevas y viejas controversias en torno a la validez de este modelo de Estado, ya sea como garante de las democracias capitalistas o como alternativa de un cambio social más profundo (Picó, 1990). Para los neoconservadores, la dinámica de la intervención pública produjo cuatro grandes problemas: 1) crecimiento excesivo del gobierno derivado de los intereses de la burocracia y de las demandas del mercado político y la competencia electoral; 2) desfase en ascenso entre los costos y las expectativas generadas por la política social y sus resultados; 3) sobrecarga del sector público central como consecuencia de los anteriores problemas y como fuente de ineficacia, descoordinación y pérdida de control administrativo, y 4) desaceleración del crecimiento económico como resultado de presiones fiscales elevadas, regulaciones excesivas y beneficios reducidos (Mishra,1992:57-84). Desde otros ángulos, para la nueva derecha el Estado de bienestar "reduce los incentivos, sofoca la iniciativa privada, absuelve a la gente de responsabilidad personal y estimula la dependencia. La ausencia del mecanismo de los precios y de la disciplina del mercado estimula la ineficiencia y el despilfarro" (Johnson, 1990:68).

Estos diagnósticos han dado lugar a una contraofensiva conservadora que postula como fin último el desmantelamiento del Estado de bienestar, es decir, el retorno a los principios y valores del capitalismo liberal. En sus enunciados generales, este camino de regreso hacia la economía de mercado exige la renuncia del Estado a sus objetivos sociales (bienestar) y económicos (pleno empleo); en sus aspectos particulares,prescribe un conjunto de medidas correctivas (reducción de la oferta monetaria y del déficit público, desregulación de la economía, disminución de los impuestos, privatización y descentralización de los servicios) que, se supone, permitirán controlar la inflación, recuperar el crecimiento económico y restablecer la confianza de la sociedad. Para los ideólogos de la derecha radical la intervención pública sólo sería aceptable dentro de los límites de un Estado mínimo, asistencialista,dedicado a aliviar exclusivamente situaciones sociales de extrema necesidad (Mishra, 1992:57-82).

Para la izquierda socialista, la crisis del Estado de bienestar se encuentra enraizada en las contradicciones inherentes a las funciones económicas (facilitar la acumulación) y políticas (legitimar el sistema de producción) que le fueron asignadas para garantizar la continuidad del capitalismo industrial. Argumentan que para hacer posibles ambas atribuciones, el Estado ha tenido que incrementar de manera constante sus gastos, tanto productivos como sociales, de tal forma que poco a poco han ido distanciándose de la capacidad de las fuentes privadas para financiarlos. La creciente disociación entre el gasto público y el financiamiento privado (o crisis fiscal del Estado) se ha visto reforzada, de acuerdo con James O'Connor (1994:30-31), por la mediación del mercado político que provoca "una apropiación del poder estatal para fines particulares", así como una "gran cantidad de pérdidas, duplicaciones y superposiciones en los proyectos y servicios estatales". "En resumen, el proceso de intervención estatal, incluyendo el crecimiento del sector público, es altamente contradictorio y en el largo plazo debilita la capacidad del sistema de producir excedente económico" (Mishra, 1992:82).

Desde el punto de vista de su impacto social, continúan los representantes de la izquierda marxista, la acción gubernamental no ha modificado sustancialmente los patrones de distribución del ingreso entre clases; tampoco ha podido eliminar las causas de las contingencias y necesidades individuales, remitiéndose sólo a compensar parte de las consecuencias de tales eventos. En lo que sí ha logrado un cierto nivel de eficacia ha sido en el ejercicio de sus funciones como instrumento de control social y de mediatización político-ideológica. Para hacerse merecedores de los servicios de bienestar, los individuos han tenido que plegarse a las pautas y normas económicas, políticas y culturales dominantes en la sociedad, así como someterse a las rutinas y requerimientos de la burocracia y sus organizaciones. Estas formas de control social han encontrado su correlato político-ideológico. Para los socialistas, el bienestar público "no es visto sólo como fuente de beneficios y servicios, sino como fuente de falsas concepciones sobre la realidad histórica que tienen efectos dañinos sobre la conciencia, la organización y la lucha de clases" (Offe, 1991:143-146). Derivado de sus análisis, la izquierda socialista concluye que el Estado de bienestar no representa una alternativa viable para alcanzar un sistema social y económico cualitativamente distinto al que prevalece en las sociedades capitalistas (como lo sostienen los socialdemócratas); por el contrario, tiende a mantener el status quo en medio de un conjunto de contradicciones exacerbadas que a la larga lo harán insostenible.

En la praxis pública, el rompimiento de los consensos de mediados de los setenta abrió las puertas para que los gobiernos pusieran en marcha un paquete de iniciativas tendientes a contrarrestar las manifestaciones de la crisis económica. Entre los primeros objetivos de política adoptados, destacó la contención del déficit público mediante ajustes a los presupuestos gubernamentales,principalmente en aquellas partidas relativas al bienestar. Fue en esos años, como lo asegura Artells (1992:109), cuando "la financiación pública del gasto social —sostenida y creciente— deja de verse como un elemento básico en el crecimiento económico y la estabilidad general y, en cambio, se abre paso a una actitud tendiente a estabilizarlo —e incluso a reducirlo en términos reales y en términos de su proporción en relación con los ritmos de crecimiento". En el análisis de las cifras referentes al conjunto de países que integran la OCDE, este autor observa que, entre 1975 y 1980, efectivamente el aumento de los gastos sociales sufrió una desaceleración respecto de los ritmos registrados en las dos décadas anteriores (de 8 a 4% anual). No obstante, su crecimiento siguió estando por encima del PIB (Artells, 1992).

En la década de los ochenta, con el ascenso al poder de las administraciones neoconservadoras en países como Inglaterra y Estados Unidos y con la reelección de gobiernos socialdemócratas en naciones como Austria y Suecia, se perfilaron dos proyectos políticos divergentes en torno al futuro del Estado de bienestar. Por un lado, la derecha con una estrategia de desmantelamiento y liquidación y, por el otro, la socialdemocracia con una política de conservación. Mishra, en su estudio acerca de la experiencia reciente de varios países en la realización de ambos proyectos, sostiene que en ningún caso, quizá con la excepción de Suecia, se han cumplido cabalmente los propósitos pretendidos. Las propuestas de desmantelamiento se han enfrentado en la práctica con amplias manifestaciones de rechazo social y político a la renuncia de los derechos y servicios de carácter universal, lo cual, en gran medida, ha impedido a los gobiernos conservadores realizar privatizaciones a gran escala, reducir los gastos sociales, ejercer control sobre el déficit público y acercarse al deseado equilibrio presupuestario. En estas condiciones, sus mayores éxitos (por llamarles de alguna forma) radican en el abandono del pleno empleo como política de Estado, en la flexibilización de los mercados laborales y la consecuente erosión de las prestaciones ligadas al trabajo, en las reformas fiscales regresivas y en sus ataques (o recortes) sistemáticos a los programas dirigidos a las poblaciones económicamente más débiles. Como lo afirma este autor, no obstante sus bajos resultados cuantitativo-presupuestales, los regímenes neoconservadores han logrado establecer una estrategia que tiende a generar una sociedad dual y que, a largo plazo, tendrá efectos negativos sobre el sistema de bienestar social (Mishra, 1993:41-70).

Por su parte, los gobiernos socialdemócratas han procurado conservar los compromisos originales del Estado de bienestar (esto es, pleno empleo, servicios sociales universales y mantenimiento de un mínimo de subsistencia básico) intentando atajar los defectos y/o desviaciones que surgen con la excesiva burocratización o la intermediación política. Estos países, sin embargo, se han visto obligados a disminuir gastos sociales y a aceptar altos niveles de desempleo. Incluso, en casos como el de Austria, las políticas gubernamentales se han mostrado proclives a instrumentar medidas de corte neoconservador. A pesar de estos contrasentidos, estos regímenes han podido sostener los acuerdos básicos para la defensa del bienestar general, lo que ha evitado el incremento de la desigualdad o que los costos de la crisis económica recaigan sobre los más débiles (Mishra, 1993:71-92).

Derivadas de su investigación, que fue publicada originalmente en 1990, Mishra obtiene tres conclusiones generales: 1) tanto el proyecto neoconservador como el socialdemócrata (o socialcorporatista) gozan de amplio apoyo electoral entre sus respectivas sociedades, lo que los ubica como opciones más o menos establ e s ;2 ) el debate ideológico manifiesta un corrimiento hacia la derecha, en parte por la ausencia de un programa socialista con credibilidad en la izquierda, y 3) dados los límites en los que se mueven las estrategias públicas, es muy poco probable que se produzca un cambio radical dentro del capitalismo de bienestar: "la ortodoxia neokeynesiana de los años de posguerra no ha sido remplazada hasta el momento por una nueva ortodoxia —bien de la derecha, el centro o la izquierda—. Ninguna nueva 'solución', ni siquiera en sus esbozos, está a la vista" (pp. 24,142-146). Habría que agregar, de acuerdo con la evidencia de los últimos años, que las tendencias electorales en cada país no demuestran un apoyo incondicional hacia ninguno de los dos proyectos. El regreso al poder de los demócratas en Estados Unidos y de los laboristas en Inglaterra o la derrota de los socialdemócratas en Suecia y en España son muestras inequívocas de los vaivenes sociales en torno a los programas políticos. Lo que sí queda claro es que en el mediano y largo plazos los ciclos político-electorales tienden a contrarrestar los movimientos gubernamentales en uno u otro sentido, lo cual fortalece la idea de la continuidad del Estado de bienestar sobre la base de procesos parciales de reestructuración y racionalización (Rodríguez, 1992:25).

 

Singularidad y diversidad nacionales en la formación de los Estados de bienestar

De acuerdo con la tesis de Wedderburn (1965:127) "el Estado de bienestar es un fenómeno común a todas las sociedades capitalistas". Si consideramos las características básicas que definen a este modelo de Estado en su acepción avanzada, que hemos expuesto en el apartado anterior, esta afirmación podría ser cierta en el caso de la mayoría de los países de Europa occidental y algunos otros como Canadá y Australia, a pesar de las apreciables diferencias que existen entre ellos, tanto en las variables cuantitativas (gasto público, por ejemplo), como en el arreglo institucional de provisión o en los contenidos de los distintos componentes de la política social. Sin embargo, con estos parámetros, la apreciación de Wedderburn comienza a perder validez cuando se analizan otras experiencias en el mundo desarrollado (como en los casos de Estados Unidos y Japón) y, más aún, si se revisan las trayectorias de países capitalistas del llamado Tercer Mundo (en América Latina, por ejemplo), sobre todo de aquellos que evolucionaron dentro de sistemas de economía mixta y emprendieron desde hace muchos años vigorosos procesos de industrialización (México, Brasil,Argentina y Chile, entre otros).

No obstante, las tipologías que existen alrededor del Estado de bienestar intentan generar un marco explicativo para analizar la diversidad y dar cabida en este modelo a un mayor número de expresiones nacionales. La clasificación más general de Wilensky y Lebeaux concibe dos extremos: el bienestar institucional, conforme a las características de modelo avanzado, y el bienestar residual, muy cercano al sistema que prevalecía en la etapa del laissez-faire. Es evidente que dentro de estos dos polos ideales puede haber una amplia gama de posibilidades intermedias para acercarse a cualquier tipo de implantación en el marco de las democracias capitalistas. Jones (1985:328 y ss., cit. en Johnson, 1990:30), basándose en las categorías de Titmuss (1963), acota un poco más el espectro definiendo los límites entre el modelo de bienestar institucional y el de logro personal-cumplimiento laboral; este último caracterizado por dar prioridad a la provisión de servicios sociales asociados al trabajo (bienestar ocupacional) y a los objetivos de igualdad de oportunidades y estímulo a la competencia. Esta conceptualización se aproxima con más puntualidad a los desarrollos de posguerra verificados en los países de economías adelantadas, pero también admite la inclusión de otros, un tanto alejados de las tendencias económicas dominantes, que lograron crear instituciones nacionales de seguridad social basadas en el principio contributivo contractual, así como algunas políticas de bienestar generales (educación y asistencia, sobre todo).

Estos esfuerzos de sistematización conceptual, a partir del estudio de la diversidad en la que actúa el Estado benefactor en los diferentes escenarios nacionales, otorgan a la tesis de Wedderburn una renovada consistencia, pero también ponen de manifiesto las amplias divergencias que pueden existir en la estructuración de objetivos y prioridades y en la conformación del entramado organizativo estatal que posibilita (o condiciona) el acceso a los recursos y servicios de protección y bienestar. En otras palabras, no existe un camino único predeterminado por el que deban transitar las sociedades capitalistas democráticas en su afán por sostenerse y evolucionar hacia etapas superiores de desarrollo; esto, aún considerando, por ejemplo, el actual proceso de convergencia que tiene lugar en la Europa comunitaria8 o los esfuerzos de promoción que la OIT y la ONU han desplegado desde la década de los cuarenta para que los estados adopten políticas sociales de alcance universal.

Esta breve aproximación al estudio de lo acontecido en el mundo desarrollado permite, en primer lugar, discutir si es factible considerar a México dentro del grupo de países que comúnmente se identifican con el Estado de bienestar, y en cualquier caso, en segundo término, ubicar la posición que guarda respecto de los dos principales paradigmas representativos de las sociedades modernas.

 

México: ¿un Estado de bienestar?

El estado mexicano ha emprendido a través del tiempo una serie de reformas de política social que han tendido puentes con algunos de los elementos que dieron forma a los Estados de bienestar de la segunda posguerra. La temprana revolución que tuvo lugar en los inicios del siglo XX y la posterior formalización de sus demandas centrales en la Constitución de 1917, abrió la posibilidad de construir una organización estatal comprometida, según diversos artículos del estatuto, con la defensa del interés general. En esa dirección se otorgaron amplias facultades al Estado para intervenir en prácticamente todos los espacios del desarrollo, incluyendo la posibilidad de limitar o cancelar los derechos individuales de propiedad, por motivos "de utilidad pública", y la libertad de empresa, cuando "ataquen los derechos de terceros" u "ofendan los derechos de la sociedad" (Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, DOF, 5 de febrero de 1917, arts. 4 y 27).

Entre las disposiciones intervencionistas de este ordenamiento en materia económica sobresalen: la regulación de las actividades productivas, comerciales y financieras, el control de la política monetaria, el arbitrio en los conflictos laborales y la tutela de los derechos del trabajador, la distribución social de la riqueza nacional (territorio y recursos naturales), la expropiación y la posibilidad de establecer monopolios públicos (idem, arts. 4, 27, 28, 73, 123 y 131). En el terreno social las responsabilidades estatales fueron menos importantes, reduciéndose a garantizar la gratuidad de la enseñanza primaria impartida en los planteles públicos; aplicar medidas sanitarias preventivas en los casos de epidemias, invasión de enfermedades exóticas, alcoholismo y drogadicción; y, fomentar, sin ninguna garantía ni procedimientos explícitos, el establecimiento de cajas de seguros populares (de invalidez, de vida, de cesación involuntaria de trabajo y de accidentes) y de sociedades cooperativas para la construcción de casas baratas e higiénicas (idem, arts. 3, 73 y 123).

La posición secundaria que ocuparon las medidas de bienestar en este modelo constitucional puede tener tres explicaciones: la primera se refiere a la debilidad organizativa y financiera que padecía el Estado en ese momento y que impedía a los constitucionalistas comprometerse con una reforma social profunda; la segunda alude a que en aquella época los problemas y demandas más importantes no eran los servicios sociales, sino los derechos de los trabajadores (salarios, prestaciones y condiciones mínimas de trabajo) y el reparto de tierras, y la tercera, como se recordará, en las percepciones de aquellos años las políticas de bienestar apenas comenzaban a ocupar un lugar relevante en las agendas de los gobiernos occidentales. Aun así, con este evento legislativo, el Estado adquirió capacidades para constituirse en eje rector del desarrollo económico y en protector de los intereses de la sociedad, dos características fundamentales, aunque no suficientes, del Estado de bienestar.

Durante las dos décadas siguientes, dada la inestabilidad económica y política por la que atravesaba el país, los primeros gobiernos posrevolucionarios concedieron poca importancia a la política social, ajustando sus acciones a las responsabilidades impuestas por la Constitución. Entre 1917 y 1933, se crean sólo las dependencias centrales que se encargarían de aplicar las medidas sanitarias preventivas (el Consejo de Salubridad General —CSG— y el Departamento de Salubridad Pública —DSP—, ambas en 1917) y proveer educación primaria gratuita en todo el territorio nacional (la Secretaría de Educación Pública —SEP—, en 1921). Un hecho importante de este periodo, que se aproxima al ambiente de preocupación internacional, fue el inicio de las discusiones en torno a la seguridad social que propiciaron la modificación al artículo 123 constitucional en 1929, en la cual se decretó de "utilidad pública la expedición de la Ley del Seguro Social" (LSS) (DOF, 6 de septiembre de 1929), reconociendo en ella, además de los seguros contemplados originalmente (de invalidez,vida,cesación involuntaria del trabajo y accidentes), el de enfermedades. Sin embargo, la expedición de dicha ley, que sería el preámbulo para la creación de una institución pública, fue aplazada catorce años (es decir, hasta 1943) debido a la falta de acuerdo entre los trabajadores, empresarios y gobierno sobre la distribución de costos contemplada en diversos proyectos (Brachet,1996:98-102). Lo único que pudo concretarse en estos años fueron los sistemas de pensiones civiles y militares en 1925.

En 1934, Lázaro Cárdenas asume el poder y promueve durante su mandato, ya con una situación económica y política relativamente más estable, dos importantes cambios en materia de bienestar: en primer término, formaliza en la Constitución el derecho social a la educación primaria, adicionando al principio de la gratuidad el de la obligatoriedad (DOF, 13 de diciembre de 1934, art. 3º, fracc. IV, párrafo 3); en segundo lugar, funda la Secretaría de Asistencia Pública (SAP, en 1937) con el objetivo de procurar atención médica y alimentos a niños y a sectores marginados de la sociedad para convertirlos en "factores útiles a la colectividad" (González,1985:281). Otras actividades que formaron parte de la política social cardenista fueron las relacionadas con el aliento a la producción de básicos en el campo y el abasto suficiente y accesible a los consumidores, sobre todo del Distrito Federal.Según diversos estudios, el hecho que en este gobierno, que finalizó en 1940, tampoco pudiera aprobarse la LSS se debió en última instancia a los problemas económicos que surgieron con la nacionalización de la industria petrolera en 1938 (COPLAMAR, 1983:118; y Brachet, 1996:108). Los únicos segmentos de población que pudieron acogerse a la protección de la seguridad social en este sexenio fueron los ferrocarrileros,petroleros y electricistas, es decir, los trabajadores que habían sido incorporados al sector público paraestatal a través de la "nacionalización" o "mexicanización" de sus empresas.

A partir de 1940, empieza una marcada reorientación de las políticas públicas hacia los requerimientos del crecimiento industrial, que se mantendría hasta principios de la década de los setenta. La política social no fue la excepción. En 1943, poco antes de terminar la Segunda Guerra Mundial, la federación adoptó dos iniciativas: la primera consistió en la fusión en una sola dependencia, que llevaría el nombre de Secretaría de Salubridad y Asistencia (SSA), de las dependencias centrales que estaban encargadas de la salud preventiva (DSP) y de la asistencia social (SAP); la segunda se refiere a la tan ansiada aprobación de la LSS, es decir, del estatuto fundacional del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), cuya finalidad fue ofrecer seguros contractuales-contributivos contra los riesgos de la vida y la vejez a amplios sectores de la población (DOF, 19 de enero de 1943).9 De acuerdo con la estrategia gubernamental, estas instituciones jugarían un papel complementario al proveer sus servicios a dos poblaciones distintas: la SSA, dedicada a atender a los indigentes y menesterosos, y el IMSS, obligado a proteger a las clases trabajadoras que tuvieran alguna relación formal de trabajo.

Por lo menos formalmente, con estos dos sistemas de provisión, el Estado mexicano se acercaba a las reformas sociales (con excepción del seguro de desempleo y las asignaciones familiares) emprendidas en los países avanzados durante el periodo de entreguerras, incluso, si tomamos en cuenta el compromiso de universalizar la educación primaria, se puede afirmar que había superado a algunos de ellos (a Estado Unidos, por ejemplo).Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió en Europa una vez finalizada la guerra, la política social quedó varada durante más de una década en las fronteras que de origen le fueron impuestas. Las limitaciones de mayor peso radicaban en las restricciones que contenía la legislación de la seguridad social. Dado su estricto carácter contractual-contributivo, elemento que fue eliminado en Inglaterra con la adopción del programa de Beveridge, el aseguramiento obligatorio al IMSS se redujo al subconjunto de trabajadores que laboraba bajo contrato en empresas paraestatales, privadas o de administración social; para el resto de la sociedad, que eran la mayoría, sólo aceptaba la posibilidad de contratar seguros voluntarios. Resulta sobresaliente que dentro de los excluidos de la obligatoriedad se encontraran los empleados públicos de la federación, quienes apenas contaban con las prestaciones que les otorgaba la Dirección General de Pensiones Civiles (DGPC), establecida en 1925.10 En suma, en esta primera etapa el IMSS fue concebido, siguiendo los pasos de la política económica, para proteger a los trabajadores de la industria. Como consecuencia, las crecientes aportaciones estatales al IMSS, que provenían de la tributación general, se convirtieron en un subsidio a la industrialización; además,tendieron a desplazar de las prioridades a los servicios asistenciales, que pasaron por una etapa de estancamiento.

Esta orientación sería modificada parcialmente durante las dos décadas siguientes con la adopción de nuevas políticas y la creación de instituciones que ampliarían las responsabilidades del Estado hacia un proceso socioeconómico más incluyente: la urbanización. Este cambio de énfasis, que ya era dominante en las áreas educativa y asistencialista, se extendió a la seguridad social y a otras dimensiones del bienestar que habían permanecido dentro de espacios institucionales muy reducidos, como lo eran la vivienda y la alimentación. Dentro del IMSS se abrió en 1955 la obligatoriedad al aseguramiento de los empleados "de todas las instituciones de crédito y organizaciones auxiliares de seguros y de fianzas en la República mexicana" (Carrillo, 1991:1623). En 1959, después de 16 años de promesas, por fin se transforma la vieja DGPC en el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores al Servicio del Estado (ISSSTE).11 La asistencia pública, por su parte, recobró parte del rezago y con una mayor participación en el presupuesto pudo acrecentar la capacidad hospitalaria en diversas partes del país y crear dos nuevos organismos especializados en el cuidado de los infantes: el Instituto Nacional de Protección a la Infancia (INPI, en 1961) y el Instituto Mexicano de Atención a la Niñez (IMAN, en 1968).

En los aspectos educativos sobresale la puesta en marcha, en 1959, del Plan Nacional para la Expansión y el Mejoramiento de la Enseñanza Primaria (mejor conocido como Plan de Once Años), cuyo fin era "garantizar a todos los niños de México la educación primaria gratuita y obligatoria" (Latapí, 1975:1325). En consonancia con este propósito, en ese mismo año se funda la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos de Primaria que, para 1970, ya distribuía 53 millones de libros y cuadernos de trabajo (Zorrilla, 1988:180). En materia inmobiliaria se instituyen tres programas: el Fondo de Habitaciones Populares (FONAHPO) en 1954, con el propósito de ofrecer vivienda de bajo costo en las principales ciudades del país; el Instituto Nacional de la Vivienda (INV), también en 1954, con el fin de atender la demanda habitacional en las áreas rurales y urbanas de grupos desfavorecidos, y el Programa Financiero de Vivienda (PFV), en 1963, con la misión de otorgar créditos hipotecarios a los sectores sociales de mediano ingreso. Estos avances serían ampliamente superados en 1972 con la instauración de los organismos de vivienda asociados a las instituciones de seguridad social: el Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT, perteneciente al IMSS) y el Fondo de Vivienda para los Trabajadores al Servicio del Estado (FOVISSSTE). En el terreno alimentario, inicia operaciones en 1961, la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (CONASUPO) con capacidad para regular la producción y distribución de alimentos básicos en todo el país.

Hacia principios de la década de los setenta, la política social contaba ya con un complejo organizativo que actuaba en prácticamente todas las direcciones reconocidas en el mundo desarrollado. Sin embargo, el sistema de protección adolecía de varios elementos que lo alejaban de los Estados de bienestar avanzados: en primer lugar, sólo reconocía el derecho social a la educación primaria; en segundo término, no incluía el concepto de ingresos mínimos garantizados, y, por último, no asumía el objetivo del pleno empleo. Por otra parte, dado su particular modo de integración a la política económica y también debido a sus propias incapacidades, amplias capas de la población se encontraban al margen de cualquier posibilidad de acceso a la mayoría de los servicios. Los principales perdedores eran aquellas comunidades ligadas a actividades tradicionales en el medio rural; en el otro extremo, los beneficiarios centrales se ubicaban en los estratos de población que residían en las ciudades y que contaban con capacidad de financiamiento y con mejores niveles de organización y representación política (Reyna, 1977, y Mesa Lago, 1978). En pocas palabras, la política social estaba diseñada de tal forma que contribuía a acentuar las desigualdades generadas en el ámbito económico.Algunos datos son reveladores del grado de desprotección y desigualdad imperantes. Si tomamos dos de las políticas más desarrolladas encontramos que, por ejemplo, los derechohabientes de la seguridad social en 1972 representaron sólo un cuarto de la población nacional, de los cuales apenas el 12.5% provenía del campo; en 1970, el 25.8% de la población mayor de 15 años era analfabeta, pero en las zonas rurales esta proporción aumentaba a 40%; de los alfabetizados sólo un 29.5% había concluido la primaria, siendo los estados de mayor proporción rural e indígena (Oaxaca, Chiapas y Guerrero) los que poseían los valores más altos de su población sin este mínimo (COPLAMAR, 1985:54).

Considerando este contexto de desigualdad y haciendo uso de un presupuesto crecientemente deficitario, el gobierno federal inicia en la década de los setenta una estrategia conducente a rectificar el rumbo y ampliar los cauces de la política social, en parte para atender a la población menos favorecida que, en su mayoría, radicaba en el medio rural. Con este objetivo, se ponen en marcha a partir de 1973 diversas acciones específicas en favor de los habitantes más pobres del campo, entre las que destacan el Programa de Solidaridad Social del IMSS para proveer servicios de salud asistencial a población abierta o no derechohabiente; el Programa Integral para el Desarrollo Rural (PIDER) con proyectos productivos y sociales y, después de 1976, la Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR) con iniciativas de desarrollo comunitario y el Sistema Alimentario Mexicano (SAM) con influencia en la producción y distribución de alimentos.Todo ello sin detrimento de los avances, sustanciales en la mayoría de los casos, que continuaron registrando las políticas e instituciones ya existentes.

La estrategia de reorientación hacia la población desprotegida se extendió a todas las esferas de la intervención social, pero dentro de ella fueron particularmente importantes las reconsideraciones al estatuto jurídico del IMSS que, además de posibilitar el acceso de los marginados del medio rural a sus servicios médicos, condujeron al reconocimiento del derecho universal a su protección. En 1973, se promueve una reforma integral a la LSS que proponía extender "los beneficios del régimen obligatorio, que en la ley de 1943 comprendió básicamente a los trabajadores asalariados a otros grupos no protegidos [...] con el objeto de incorporar paulatinamente a todos los mexicanos económicamente acti vos" (Carrillo, 1991:1621). Esta nueva ley incluyó como población asegurable en su modalidad obligatoria a "las personas que se encuentran vinculadas a otras por una relación de trabajo, cualquiera que sea el acto que le dé origen y cualquiera que sea la personalidad jurídica o la naturaleza económica del patrón; los miembros de sociedades cooperativas de producción y de administraciones obreras o mixtas; los ejidatarios,comuneros,colonos y pequeños propietarios organizados en grupo solidario, sociedad local o unión de crédito, comprendidos en la Ley de Crédito Agrícola; los trabajadores en industrias familiares y los independientes, como profesionales, comerciantes en pequeño, artesanos y demás trabajadores no asalariados y los patrones personas físicas con trabajadores asegurados a su servicio" (idem 1622-1623).

En concordancia con estos cambios, al año siguiente se aprueba una modificación al artículo 123 de la Constitución para precisar: "XXIX.- Es de utilidad pública la Ley de Seguridad Social, y ella comprenderá seguros de invalidez, de vida, de cesación involuntaria del trabajo, de enfermedades y accidentes, de servicios de guardería y cualquier otro encaminado a la protección y bienestar de los trabajadores, campesinos, no asalariados y otros sectores sociales y sus familiares" (DOF, 31 de diciembre de 1974). Con todo ello, finalmente la legislación mexicana acepta de forma tácita el derecho de todos lo individuos y sus familias a recibir los beneficios de la previsión pública, independientemente de la posición económica o situación laboral en la que se encuentren. Y cuatro años más tarde, en el mismo artículo constitucional, se asienta que "toda persona tiene derecho al trabajo digno y socialmente útil" (DOF, 19 de diciembre de 1978). Ambas enmiendas pueden entenderse como una nueva aproximación formal a los compromisos de los sistemas de bienestar avanzados al asumir el acceso universal a la seguridad social y el pleno empleo como políticas de Estado.

En la práctica, estos propósitos se han cumplido de manera limitada por dos razones: en primer término, se mantuvo intacto el principio contributivo contractual como criterio discriminatorio de la seguridad social y, en segundo lugar, los escasos programas de empleo público no han podido evitar que una parte importante de la población se encuentre fuera del mercado formal de trabajo o esté desempleada. Aunado a esto, gran parte de las acciones emprendidas han sido insuficientes para concretar el aseguramiento obligatorio de muchas categorías de trabajadores, incluso de aquéllas que ya han sido identificadas como potencialmente asegurables, como en el caso de las empleadas domésticas. Estas dificultades parecen haberse convertido en barreras infranqueables para los habitantes del medio rural, quienes a pesar de haber sido sujetos privilegiados de las reformas han sufrido una caída paulatina de su presencia relativa y, después de 1982, absoluta en el total de derechohabientes del IMSS, al grado que en 1994, el 95.4% de los beneficiarios provino del ámbito urbano. Aun con estas restricciones, la década de los setenta representó para los institutos de la seguridad social (IMSS e ISSSTE) el periodo de expansión más importante en toda su historia, pues pasaron de una cobertura cercana a una cuarta parte de la población nacional en 1970 a casi la mitad (46.5%) en 1982.

En general, estos años fueron para el sector público federal en su conjunto tiempos de crecimiento acelerado que lo llevaron a ocupar una posición sin precedentes en el entorno social y económico. Particularmente las instituciones y los programas sociales pudieron duplicar y, en algunos casos, hasta triplicar la oferta y cobertura de sus servicios. No obstante, todo fue insuficiente para revertir de manera significativa las desigualdades y los rezagos acumulados durante la etapa previa. Para gran parte de los mexicanos en situación de pobreza, el acceso a los canales redistributivos del Estado seguía siendo simplemente una promesa incumplida. Por otra parte, también en estos años, debido a la incapacidad del Estado para controlar el deterioro económico que condujo a la crisis de 1976, empiezan a cobrar fuerza entre los grupos empresariales posiciones a favor de medidas liberalizadoras y restrictivas de la intervención pública (Cordera y Tello, 1997:64-68),similares a las postuladas por los neoconservadores en los países desarrollados. La ilusión del auge petrolero anunciado en 1978 llegó a su fin en 1982 cuando se desató una nueva crisis que, junto con la nacionalización de la banca decretada ese mismo año, agudizó el conflicto con los empresarios, proporcionó justificaciones para la intervención internacional y abrió de lleno las puertas para iniciar el retroceso.

Debido al recrudecimiento de los problemas económicos (caída de la producción,hiperinflación, fuga de capitales,cancelación de créditos internacionales, entre otros), el gobierno mexicano se vio forzado a negociar con el FMI un programa de estabilización que, entre otras cosas, incluía el compromiso de reducir el déficit fiscal (que en 1982 fluctuó alrededor del 14% del PIB). Después de cumplir con este objetivo, en 1983 se aplicó un severo ajuste a las finanzas públicas que afectó con especial énfasis al gasto social, el cual descendió 15% por encima de la caída general del presupuesto programable, es decir, 30%. En general, ninguna de las políticas sociales se salvó de los recortes presupuestales,pero fueron los programas orientados a combatir la pobreza rural los que sufrieron las peores consecuencias al grado de la extinción. De éstos sólo se conservaron los programas de salud asistencial del IMSS y de distribución de alimentos de la CONASUPO, aunque ya con el ímpetu sensiblemente disminuido. Resulta paradójico que con toda esta pérdida de recursos se aprobaran en 1983 dos iniciativas de reforma al artículo 4º de la Constitución en las que se estableció que "toda persona tiene derecho a la protección de la salud" y "toda familia tiene derecho a disfrutar de vivienda digna y decorosa" (DOF, 3 y 7 de febrero de 1983, respectivamente). Con estas enmiendas constitucionales, sumadas a las anteriores,el Estado mexicano asumía formalmente el conjunto de derechos sociales que son reconocidos en la mayoría de los sistemas de bienestar avanzados,pero que en nuestro país continúan siendo letra muerta para muchos mexicanos, incluso, dado el deterioro económico e institucional de estos años, cabe suponer que sus condiciones de vida se agravaron de manera generalizada.

En la perspectiva de los cambios observados en los países que emprendieron estrategias de desmantelamiento de sus Estados de bienestar en esta misma década, la experiencia de México resultó mucho más devastadora sobre una política social todavía inacabada. Las razones no son pocas para suponer tal cuestión: la caída del gasto social fue espectacular, se emprendieron especialmente los programas orientados a las poblaciones más débiles y se adoptaron medidas para liberalizar (eliminación de subsidios, privatizaciones, etcétera) buena parte de los bienes y servicios públicos de consumo general (teléfonos, carreteras,alimentos,etcétera).Entre 1981 y 1988, los presupuestos programables total y sociales habían descendido, respectivamente, de 29.4 a 19% y de 9.3 a 6.1% con relación al PIB, caídas por demás sorprendentes en el contexto de las naciones industrializadas. La severidad de estas políticas contraccionistas, por otra parte, ratifica la falta de contrapesos democráticos que limiten la transferencia indiscriminada de los costos de los errores e incapacidades públicas y privadas a los sectores de menores ingresos. Quizá la única diferencia en nuestro caso es que, a pesar del evidente neoconservadurismo de su estrategia, el gobierno federal continuara recurriendo a la retórica tradicional del "nacionalismo revolucionario" que favorece los valores de justicia y equidad sociales. La necesidad de mantener este discurso como fuente de legitimidad histórica explica por qué un gobierno que no puede ofrecer expectativas reales de mejoría se comprometa a asumir nuevos derechos sociales, aunque de antemano sepa que no hay ninguna garantía de realización plena, ni siquiera en el largo plazo.

El daño social causado en estos años se tradujo en manifestaciones de descontento popular que confluyeron en la elección presidencial de 1988 con una votación masiva en contra del partido político en el gobierno, el PRI. Ante este hecho, las estructuras de poder reaccionaron revirtiendo el inminente triunfo de la oposición de izquierda mediante un estrepitoso fraude electoral. En estas condiciones, no fue casualidad que el jefe del Ejecutivo surgido de estos comicios haya propuesto un acuerdo nacional para ampliar la democracia, recuperar estabilidad y crecimiento y mejorar el nivel del bienestar popular (Salinas, 1988).Los compromisos sociales de la nueva administración federal se sustentaban en un principio básico que, por lo menos formalmente, modificaba uno de los criterios centrales de la política económica del gobierno anterior. Contra la premisa de que era necesario crecer primero para después distribuir, se antepuso la idea de crecer y distribuir como opciones paralelas no contradictorias. La promesa de ampliar los espacios de la democracia completaba la oferta de un gobierno débil que pretendía, por un lado, profundizar en el programa de ajuste económico y, por otro, recuperar legitimidad.

En el transcurso de este sexenio, la economía registró un crecimiento moderado pero sostenido y las políticas sociales recibieron efectivamente un financiamiento importante que les permitió recuperar en 1993 el nivel de gasto que tenían en 1981 y alcanzar en 1994 un máximo histórico (10.3% del PIB), ocupando un poco más de la mitad del gasto programable de la federación, el cual se acercó al 20% del PIB. Adicionalmente a la expansión de las políticas tradicionales, se puso en marcha un ambicioso programa de combate a la pobreza extrema rural y urbana, el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL). También tuvo lugar otra reforma constitucional que extendió el derecho social a la educación al nivel de secundaria (DOF, 5 de marzo de 1993). Sin duda, durante este gobierno la situación mejoró en muchos aspectos con relación a la etapa crítica del sexenio anterior; no obstante, la mejoría también en muchos sentidos no fue suficiente para restablecer las condiciones de vida previas a la crisis de 1982. Resulta sobresaliente que aun con el flujo de recursos reportado, los servicios sociales no lograran, salvo algunas excepciones, ampliar sustancialmente su cobertura, principalmente entre la población de menores ingresos. Una nueva crisis en 1995, además de dañar la economía familiar, abrió otra vez un periodo de contracción que tuvo como primera víctima al PRONASOL y cuyos resultados aún son inciertos.

Este breve y parcial recuento de la historia mexicana durante el siglo XX permite retornar a la pregunta inicial de este apartado: ¿existe en México el Estado de bienestar? Como se desprende de lo ya expuesto, el sistema de protección social conformado en los últimos ochenta años en nuestro país manifiesta características un tanto similares, pero en la práctica alejadas, respecto de los desarrollos observados en las democracias capitalistas. Desde el punto de vista formal, la Constitución reconoce hoy día los derechos sociales que son comúnmente aceptados en las sociedades modernas como componentes del mínimo indispensable para disponer de una vida digna y de oportunidades de integración y ascenso sociales. En los hechos, con excepción de la educación primaria, el acceso a los servicios que se derivan de estos derechos no está garantizado para amplios sectores de la población que permanecen marginados, absoluta o parcialmente, de los circuitos redistributivos del Estado. Esto ha sido así, sobre todo, por el particular modo de integración de la política social a las necesidades del crecimiento económico, concretamente de aquellas actividades que fueron y continúan siendo consideradas prioritarias en el proyecto de desarrollo nacional. Esta particularidad fue determinante en la evolución de la seguridad social pero ha influido en el devenir de todo el sistema de bienestar.

La afinidad de objetivos sociales y económicos en el diseño y expansión de la intervención estatal por sí misma no constituye un factor de desigualdad. Como se recordará, los acuerdos de la posguerra en Europa se fincaron en este principio. El problema en nuestro caso fue que esos acuerdos excluyeron a la sociedad y economía rurales cuando el país era esencialmente campesino (y donde todavía en la actualidad casi el 25% de la población reside en localidades de menos de 2,500 habitantes) (INEGI, 2000). El proyecto económico iniciado en la década de los cuarenta asignó a la agricultura un papel secundario; su misión fue transferir divisas y producir insumos y alimentos baratos para cubrir los requerimientos del crecimiento industrial. Estas exacciones, junto con el abandono de las políticas e inversiones públicas, aceleraron el deterioro social en el campo y agotaron el potencial agrícola hasta provocar su crisis en la década de los sesenta. Esta situación obligó a mucha gente a emigrar a las ciudades en busca de mejores oportunidades, pero ahí sólo unos cuantos encontrarían acomodo. El espacio urbano se convirtió en receptáculo de la pobreza rural y en generador de nuevas miserias.

Cuando se intentó rectificar en la década de los setenta, los esfuerzos por ampliar la base social del sistema de bienestar, aunque importantes, no fueron suficientes para construir una estructura de provisión sustancialmente distinta a la que se había heredado. Los fracasos de la seguridad social en el campo y entre muchas categorías de trabajadores urbanos confirmaron que el carácter excluyente de estas instituciones tenía raíces profundas. La erosión o eliminación de los programas orientados a los pobres rurales una vez iniciada la crisis de 1982 ratificó la fragilidad de los compromisos del Estado con estos sectores sociales. Pero también el desproporcionado impacto de esta crisis sobre los servicios básicos, formalmente universales, demostró que la política social en su conjunto no tiene asegurado un lugar en las prioridades gubernamentales. El hecho de que todos estos ajustes se hayan realizado sin mediar alguna resistencia política importante corrobora la precariedad con la que opera la democracia como instrumento de defensa de los intereses mayoritarios. Las iniciativas emprendidas recientemente ya no han pretendido modificar las bases de los acuerdos que dieron sustento a la política social hasta la década de los sesenta. Su intervención se ha centrado en ofrecer alternativas igualmente endebles para la población pobre y aplicar reformas racionalizadoras (descentralización, control del gasto, búsqueda de eficiencia) y liberalizadoras (eliminación de subsidios, reestructuración del sistema de pensiones, subrogación) de los servicios que, inclusive, han reducido los beneficios y limitado aún más las oportunidades de acceso social.

Si consideramos al conjunto de beneficios que puede brindar el Estado en nuestro país, encontramos que menos del 50% de la población puede disfrutar, con cierta garantía, de todos los servicios básicos que aluden al bienestar: educación, seguridad social (protección contra riesgos y pensiones), salud, vivienda y alimentación. La característica común de este grupo radica en su pertenencia a alguna institución de la seguridad social, lo que le agrega una particularidad eminentemente urbana. Además de las ventajas que otorgan estas instituciones, los derechohabientes, en su mayoría obreros y empleados públicos y de servicios, cuentan con empleos estables y relativamente mejor remunerados, así como oportunidades de acceso a las instituciones y recursos públicos radicados en las ciudades, donde se encuentran en mayores cantidades y con los niveles más elevados de especialización. Los sectores medios y altos de este subconjunto pueden optar, además, por mercados privados de seguros y servicios que suponen una provisión de mayor calidad.

En la escala de beneficios, el siguiente grupo lo integra un sector de la población no asegurada que recibe del Estado algún tipo de ayuda o servicio de manera regular, como podría ser educación básica para sus hijos, atención médica, materiales para la construcción o mejoramiento de sus viviendas y subsidios alimentarios. En términos cuantitativos este subconjunto no supera al 30% de la población. En su ámbito, las posibilidades de acceso de cada persona a las instituciones públicas están mediadas por el ingreso y por la cercanía geográfica a los centros urbanos. Por último, el restante 20% se compone de individuos, familias y, en algunos casos, comunidades enteras, que se encuentran plenamente desprotegidos de la política social o que disponen sólo circunstancialmente de alguno de sus recursos. Los programas de combate a la pobreza se han constituido en el principal canal redistributivo de este heterogéneo grupo que vive en regiones apartadas del campo o en las zonas marginadas de las ciudades. Entre esta población, la problemática de desprotección absoluta se agrava entre los sectores sociales más vulnerables, como son las mujeres y los niños. En las comunidades rurales, sobre todo indígenas, es donde se presenta el mayor deterioro de una situación al parecer irresoluble.

En conjunto, el sistema de bienestar que logró desarrollarse a lo largo de este siglo ha generado una sociedad dividida en cuanto a la satisfacción de sus necesidades básicas. Por sus nexos estructurales con las actividades productivas predominantes, este sistema ha contribuido a acentuar las desigualdades que se generan en el ámbito económico, lo que lo hace claramente regresivo respecto de la norma redistributiva que se supone debe orientar su función.Todo ello ha configurado una política social que favorece a los individuos con mejor ubicación en la estructura económica, con ingresos más altos y con capacidad de organización e influencia en las decisiones gubernamentales. Esta orientación, contraria a los objetivos y marcos formales, aproxima al estado mexicano con aquellos regímenes que privilegian el bienestar ocupacional, con la única diferencia que en nuestro caso han sido excluidas la mayoría de las ocupaciones rurales y un número importante y creciente de categorías de trabajadores urbanos.

Podemos concluir que el Estado mexicano se encuentra todavía alejado de las características que definen a los Estados de bienestar, incluso de aquellos que son considerados como rezagados en el marco de las democracias capitalistas avanzadas. El problema actual es si podrá constituirse en uno de ellos en un futuro cercano. Existen elementos a favor y en contra de esta posible ruta de cambio.A favor están las disposiciones formales que reconocen los derechos sociales, los avances hacia la provisión universal de algunos servicios (principalmente en educación básica y salud preventiva), los valores asociados a la justicia y solidaridad predominantes en la sociedad mexicana y la normalización democrática en ciernes; en contra están las debilidades estructurales de la economía, la estrechez del financiamiento público, la erosión de la participación estatal en aspectos clave del bienestar (especialmente en alimentación y vivienda), la consolidación de las reformas neoliberales al sistema de pensiones, la inamovilidad de las características restrictivas de la seguridad social y la descentralización de los servicios de salud asistencial sobre una estructura institucional de atención médica limitada y desarticulada. En las condiciones actuales y a falta de un proyecto político común que renueve el contrato nacional y proponga alternativas viables de inclusión de los servicios y prestaciones básicas, lo más probable es que se sigan reproduciendo las inercias de una política social inacabada, restringida y poco solidaria.

 

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Notas

1 Según esta tesis, "el Estado de bienestar es un fenómeno común a todas las sociedades capitalistas" (Wedderburn, 1965:127, cit. en Johnson, 1990:18).

2 La legislación sobre vivienda (Housing Act) fue aprobada inmediatamente después de finalizar la Primera Guerra Mundial,pero fue retomada por los gobiernos de la segunda posguerra obligando al Estado a ofrecer subvenciones para la construcción de viviendas para los trabajadores; la ley sobre educación (Education Act) que fue promulgada en 1944 estableció acceso universal y gratuito a la educación pública secundaria, y, finalmente, a través de la Ley de la Infancia (Children Act) de 1948,se crearon servicios especializados para atender a niños pobres (Robertson, 1992:144-145,151).

3 Una revisión de las aportaciones de estos y otros autores en el terreno de la intervención económica del Estado puede consultarse en Velarde (1994:4-22).

4 Véase Banco Mundial (1992:235). Se consideró como gasto social el financiamiento en educación, salud,vivienda, esparcimiento y seguridad y bienestar social.

5 Este autor expone otras tipologías que hacen referencia al grado de integración de los Estados de bienestar a las estructuras económicas y sociales (Mishra) o las formas directas o indirectas que adopta la provisión de los servicios de bienestar en cada país (Kohl,1981;Mishra,1992:161-162).

6 Los contenidos del programa de convergencia europea en materia de políticas de bienestar, así como las semejanzas y diferencias que existen entre los países, pueden ser consultados en Comisión de las Comunidades Europeas (1994:61-361), (Kusnir, 1996).

7 Este autor prefiere llamarle "conciencia de crisis de legitimidad[...] de un Estado que ya no garantiza el pleno empleo y, lo que es más grave, tampoco garantiza que sea capaz de mantener el nivel de prestaciones que alcanzó en sus momentos de auge".

8 "Los desafíos a que deben enfrentarse los Estados miembros de la Comunidad en el campo de la protección social son parte esencial de los debates sobre la competitividad, el crecimiento y el empleo, y de las respuestas que se les den depende en muy buena medida el futuro de la sociedad europea.Compete, por supuesto, a cada uno de los Estados miembros la elección de las prioridades y los procedimientos de la financiación de la protección social. No se trata, como ha señalado claramente la Comisión en diversas ocasiones, de armonizar los diferentes sistemas de seguridad social, que hunden sus raíces en las culturas, las estructuras y las modalidades de organización de cada uno de los diferentes países" (Comisión de las Comunidades Europeas,1994:61).

9 "Artículo 2º- Esta Ley comprende el seguro de: I. Accidentes del trabajo y enfermedades profesionales; II. Enfermedades no profesionales y maternidad; III. Invalidez, vejez y muerte, y IV. Cesantía involuntaria en edad avanzada".

10 Cabe precisar que esta dirección "exclusivamente otorgaba pensiones por vejez,i nvalidez, muerte o retiro. Posteriormente, para invertir los excedentes del fondo de pensiones, se puso en práctica un sistema que facilitó el préstamo a los trabajadores del Estado para el financiamiento de casas habitación o de préstamos menores. La prestación médica no estaba incluida en los servicios que proporcionaba esta dirección, por lo que las diferentes dependencias del Estado crearon sus propios servicios o los subrogaron, siendo éstos de la más diversa calidad y extensión y prácticamente concentrados en la ciudad de México" (Narro, 1993:64).

11 Los seguros del ISSSTE cubrirían accidentes y enfermedades profesionales y no profesionales,maternidad,jubilación,invalidez, vejez y muerte. Adicionalmente, se consignó el derecho de los familiares a recibir asistencia médica y medicinas, la apertura de centros vacacionales y tiendas económicas y el acceso a viviendas en renta o venta.