Reseñas

 

Norbert Bilbeny (2002), Por una causa común. Ética para la diversidad

 

Hiram A. Ángel Lara*

 

Barcelona, Gedisa Editorial, 187 pp.


*Maestro en Gobierno y Asuntos Públicos por la Facultad Latinoamericana en Ciencias Sociales. Correo electrónico: hirami27@hotmail. com

 

En 1993, en The Clash of Civilizations, Samuel Huntington sostuvo que la política mundial entraba en una nueva fase caracterizada por los enfrentamientos culturales y entre grupos de diferentes civilizaciones. Los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 dieron la razón a Huntington. En consecuencia, el debate en torno a las ideas de pertenencia e identidad cultural, así como fidelidad y dere cho a la diferencia, resurgió con entusiasmo inusitado; es el caso del trabajo de Norbert Bilbeny: Por una causa común. Ética para la diversidad.

Este libro, que fue publicado en el año 2002 por Gedisa, se divide en 11 pequeños apartados; se caracteriza por una reflexión fácil y por ser una lectura rápida. En palabras de Victoria Camps, el trabajo podemos calificarlo de "propositivo y a favor de una existencia orientada por ideales comunes". Hasta allí toda va bien, los problemas surgen cuando el análisis se vuelve más riguroso.

Inicialmente, la reflexión sobre el debate liberal entre derechos individuales y derechos comunitarios conduce a conclusiones erróneas. Según el autor, las visiones del individualismo y comunitarismo no resuelven el principal problema de la integración de las culturas, lo cual limita la formación de una verdadera comunidad política: "La creencia en grupos e individuos naturales, además de infundada, sólo produce la peligrosa idea de una humanidad dividida en su origen. Desde esta idea y sus versiones blandas, individualistas o comunitaristas, la necesaria perspectiva de una causa común para hacer creíble la integración social no se sostiene ni en teoría (p.32)". Pero, precisamente ése no es el objetivo de los liberales —individualistas o comunitarios—, pues no pretenden lograr una integración social vasta que alcance a la totalidad, sino equilibrar los desajustes provocados por una inequitativa distribución de la riqueza, es decir, el debate liberal es un asunto de justicia y no de integración: ¿cómo lograr unos mínimos requisitos de equidad en las sociedades contemporáneas sin afectar los derechos de los individuos? La disyuntiva se presenta cuando en aras del mayor beneficio colectivo se afecta el beneficio individual y viceversa: el mundo encierra intereses de individuos, e intereses de grupo con sus respectivas identidades y lealtades que condicionan los mínimos de justicia. El liberalismo reconoce las identidades —y tal vez los híbridos— pero trata de ponerlas bajo un mismo esquema, es allí donde está el debate.

Al respecto, Richard Rorty ya había formulado una pregunta verdaderamente interesante para entender el dilema: si los grupos actúan por lealtad a una entidad grupal mayor que los identifica como miembros de ese grupo, es muy probable que las racionalidades de los individuos se guíen por ese sentido de lealtad y no por el de justicia hacia el resto de sus semejantes, los cuales pertenecen a otro grupo. Entonces la pregunta de Rorty es válida: ¿hay que contraer el círculo social por lealtad o expandirlo por justicia? La misma pregunta encierra el reconocimiento de las diferencias culturales, no las anula. Sí cuestiona el enfoque racional basado en una visión occidentalizada del mundo, donde lo racional se constituía por el sistema de creencias y valores de la tradición kantiana. Rorty considera que tanto la teoría de la justicia de John Rawls como la razón comunicativa de Jurgüen Habermas, abogaban por un enfoque de racionalidad de corte liberal, poco pragmático e incomprensible para el mundo no occidental. Al respecto, Rorty ya había sugerido que: "Si los occidentales pudiéramos deshacernos de la noción de obligación moral universal surgida de la pertenencia a la especie y la sustituyéramos por la idea de construir una comunidad de confianza entre nosotros y otros, estaríamos en una mejor posición de persuadir a los no occidentales de las ventajas de unirse a tal comunidad". Bilbeny no autoriza esto y construye su propia moralidad.

Para Norbert Bilbeny, el objetivo del mundo moderno es lograr un nuevo comportamiento que reúna bajo una misma lógica a todos los intereses de la sociedad y deje de lado las discusiones incorrectas del liberalismo. ¿Cómo lograr esto? En primer lugar, el autor reconoce la importancia de la diversidad cultural y critica las posiciones ortodoxas que ven lo diferente en el ojo ajeno, resalta el valor de la identidad como un proceso social en construcción permanente, razón por la que deberíamos evitar pensar en identidades puras. El mundo —de acuerdo con esta hipótesis— comete un error, éste es el no aceptar el carácter híbrido de las identidades.

La sugerencia es: si las identidades son híbridos, entonces es fácil aceptar que lo que vivimos es un pluralismo cultural. Es allí donde debemos enfocar la nueva consideración ética que aboga por comportamientos de orden común: "para el desarrollo de una causa común, que mantenga en paz y unida a una sociedad, se hace ya necesario, en un mundo de identidades, pensar y actuar desde el pluralismo cultural" (p. 45), y en consecuencia actuar con soluciones múltiples para las distintas realidades enfrentadas. El problema, de nueva cuenta es: ¿cómo lograr acciones en este sentido en un mundo tan diverso? ¿bajo qué argumento se logra el convencimiento de tal acción? Es en esta parte donde precisamente se encuentra la debilidad del razonamiento. De acuerdo con Bilbeny, hay un supuesto esencial desligado de los valores predominantes del liberalismo occidental; éste es "la exploración y el desarrollo de la interculturalidad, de modo que es posible la pertenencia a dos o más culturas y en definitiva se admita que las culturas se relacionan e influyen dinámicamente" (pp. 56-5 7), lo cual conduciría a la creación de una nueva "cultura compartida" que debería transformarse en una ciudadanía compartida, reconocida legalmente y con un respeto social por la diversidad. Esta cultura compartida se acompaña de una ética de comportamiento y con los siguientes valores comunes: respeto mutuo y libertad de deliberación. Al primero, se acoge bajo la idea de que una nueva moralidad debe comenzar por la aceptación del disenso y la diferencia; al segundo, con el precepto de "saber escuchar", es decir, "tener la voluntad de entender al otro y la habilidad para hacerlo (p. 146)". Cumplidos tales requisitos, el problema estará salvado y se alcanzará una nueva fase de entendimiento social; con ello se habrá construido la ética necesaria para el mundo de hoy, sostendrá el autor hacia el penúltimo apartado de su trabajo.

En la parte final Bilbeny se cuestiona lo siguiente: ¿no es contradictorio querer abrazar al mismo tiempo lo particular y lo universal de las culturas? Obviamente no, por lo menos para Occidente. Sin duda la pregunta está mal planteada. Lo que el autor debió cuestionar es la validez de imponer una ética de comportamiento desde los valores de la democracia liberal. Esto, sin embargo, le hubiera llevado a caer en el problema de la "imposición" y el etnocentrismo occidental que tanto criticó. Bilbeny no se da cuenta de que en su argumento prevalece la visión universalista que tanto le molesta. Finalmente, hay que decir que al apelar a un tipo de moral común, repite la sugerencia que John Rawls realizó en The Law of Peoples (1993) y su comunidad moral.